Ecología y justicia: ¿Es aún posible la armonía?
Esta, junto con otras, es una de las preguntas que marcaron una intensa tarde de oración, testimonio, compromiso y acción en la que tuve la oportunidad de participar online y que comparto en esta reflexión.
También los cristianos cuando nos referimos a la custodia de la casa común podemos considerar oportuno un giro pluriconfesional, donde el prefijo -pluri significa precisamente plural. De hecho, creo que la custodia (y su promoción) del medio ambiente solo puede existir, solo puede tener vida, si los deseos y las visiones son plurales, comunes.
En diferentes partes del mundo es ya evidente que nuestra tierra se está deteriorando. En todas partes, la injusticia, la violación del derecho internacional y de los derechos de los pueblos, las desigualdades y la codicia que las genera producen deforestación, contaminación y pérdida de biodiversidad.
Aumentan en intensidad y frecuencia los fenómenos naturales extremos causados por el cambio climático inducido por la actividad antropogénica y por eso, en una época compleja atravesada por urgencias y esperanzas, la conversión ecológica se revela como un acto de justicia, un camino de cuidado, un desafío cultural y espiritual: una tarea compartida, una llamada que aún interpela.
Hoy, quizá más que nunca, es necesario pasar de las palabras a los hechos, de los debates a los diálogos, de las declaraciones a las pequeñas decisiones cotidianas. Se necesitan gestos concretos, comunidades vivas para construir un futuro justo.
Solo habrá un verdadero cambio con la participación. Habrá paz con la Tierra si aprendemos a caminar en paz entre nosotros. Sin duda, nos encontramos en una época compleja, probablemente también difícil, pero favorable al cambio.
La espiritualidad ecológica a la que el Papa Francisco «nos ha acostumbrado» a lo largo de su pontificado nos invita a todos a resistirnos a la indiferencia y a elegir el cuidado y la proximidad. Es ahí donde se cultiva una energía diferente: renovable, democrática, comunitaria.
Y por eso que estamos llamados a un sí que comienza cerca, en la comunidad, en los lugares de la vida cotidiana; a la responsabilidad colectiva, a una conversión integral urgente que relacione el medio ambiente, la economía, la sociedad, la política, la cultura, la espiritualidad; a tener una conciencia crítica e informada y a reconocer el valor de un patrimonio tan precioso como frágil; al diálogo como método y valor: practicamos el diálogo constructivo en interés de nuestro territorio, que se está desmoronando.
En este sentido, la política, con sus propios instrumentos, debe hacer su parte, siendo consciente de que todos somos facilitadores del cambio; su actividad está llamada, en sus articulaciones y competencias, a responder con esperanza y criterio a la organización de una ciudad habitable más que habitada. La ciudad no se conforma con ser representada, sino que pide, en su silencio ensordecedor, ser imaginada y cambiada.
La conservación de un medio ambiente habitable es un compromiso que las generaciones actuales asumimos sobre todo hacia las generaciones futuras y por eso hay que confiar un papel fundamental a los procesos educativos, a la información y a los comportamientos individuales; para que la tierra en la que vivimos, y en la que vivirán nuestros descendientes, pueda seguir llamándose hermana y madre Tierra que nos sustenta y nos gobierna.
Y «para hacer la sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social —a nivel político, económico, cultural— convirtiéndolo en la norma constante y suprema del actuar. […] El amor social nos impulsa a pensar en grandes estrategias que frenen eficazmente la degradación ambiental y fomenten una cultura del cuidado que comprometa a toda la sociedad» (Laudato Sì 231).
El ejemplo de Santa María de Lisieux, que «invita a practicar el pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad» (Laudato Sì 231), puede ser un modelo válido que nos ayude a orientarnos en el magma en el que flotamos, a veces encallando.
Nos corresponde a nosotros construir, refundar una cultura de la armonía que sepa combinar seriamente el concepto de redención, es decir, de recuperación de lo descartado, con el de reutilización, dando así a los desechos —humanos y materiales— una nueva vida, una dignidad y una consideración que tal vez nunca hayan tenido.
Por último, resulta eficaz la particular lectura de la «encíclica verde» propuesta por el teólogo brasileño Leonardo Boff, que capta en el texto la fuerte centralidad, más que nunca de actualidad, entre la ecología y la justicia (cf. L. Boff y otros, Cuidar la Madre Tierra. Comentario a la Encíclica Laudato sì del Papa Francisco).
La ecojusticia, cuya teorización es fundamental para comprender su práctica resolutiva, implica que la explotación de la Tierra está intrínsecamente ligada a la explotación de las personas y que es necesario un cambio ético, espiritual y social para establecer una relación de cuidado e interdependencia con la naturaleza y con los demás seres vivos.
Partiendo de esto, pero no solo de esto, es necesaria una movilización profética por la justicia climática, ecológica y, sobre todo, humana, en la que, ante el genocidio reconocido, se pueda empezar a hablar también de "ecocidio", con criterios bien definidos, por supuesto.
Este es el complejo pero decisivo paso que desde perspectivas plurales espera buena parte de la humanidad y que, desde el desequilibrio a la armonía, se pueda construir concretamente un nuevo horizonte basado no solo en el respeto de la casa común, sino que, partiendo del cuidado de nuestra naturaleza humana, llegue a la tan deseada ecología integral. Una prueba, esta, que vale la pena de nuestro ser en el mundo y, por lo tanto, en la Iglesia.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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