lunes, 27 de octubre de 2025

El Templo aligerado y humanizado - San Juan 2, 13-22 -.

El Templo aligerado y humanizado - San Juan 2, 13-22 - 

El texto evangélico comienza con la anotación de que Jesús, cerca de la Pascua, se dirige a Jerusalén (Jn 2,13). 

Se trata de la primera de las diversas subidas a Jerusalén que Jesús realizará según el cuarto evangelio. Según los sinópticos, en cambio, subió una sola vez, al final de su ministerio y de su vida. 

Aquí estamos al comienzo del ministerio (y del Evangelio) y el texto ya se propone como anticipador de los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. De hecho, a la pregunta sobre la señal que fundamenta su autoridad para realizar los gestos proféticos que ha realizado en el Templo, Jesús responde: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Y el verbo utilizado significa, pero es típico para indicar la resurrección. Se trata de un anuncio pascual, como especifica el narrador: «Hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,21). 

El texto tiene, por tanto, una cualidad reveladora: Cristo muerto y resucitado es el templo escatológico, el lugar de encuentro, alianza y comunión entre Dios y el hombre. Además, en el acontecimiento pascual, Cristo es la víctima y el oferente. Él, que no solo expulsa del Templo a los cambistas, sino también a los animales para los sacrificios, morirá como cordero pascual al que no se le quebrará ningún hueso (cf. Jn 19,33.36) y entregará libremente su vida para recuperarla de nuevo (cf. Jn 10,17-18). 

Pero si este es el significado teológico que Juan atribuye al episodio, históricamente aquí Jesús se comporta como un profeta. Jesús denuncia la situación deteriorada del Templo. No dice que el Templo no deba existir, sino que el Templo ha sido pervertido: de su significado original, ha pasado a ser otra cosa. Ahora es «un mercado» (Jn 2,16), «una guarida de ladrones» (Mt 21,13; Mc 11,17; Lc 19,46), un centro de poder económico y de negocios turbios, mucho más que de autenticidad religiosa. 

La parresía de Jesús nace ante todo de la simple observación, de ver y nombrar la situación: sin mediaciones, sin edulcoraciones, sin excusas, sin embellecimientos. El Templo se ha convertido en un «mercado». De domus Patris mei, dice Jesús, el Templo se ha convertido en domus negotiationis. 

Podemos preguntarnos: ¿cómo ha sucedido esto? ¿Cómo es posible que haya sucedido esto? 

Y a menudo nos preguntamos cómo es posible que en el espacio eclesial y en el seno de una comunidad se produzcan ciertas dinámicas de perversión, de desviación, de distorsión de la intención original. 

Pero debemos preguntarnos inmediatamente, en referencia al texto evangélico: si no hubiera sido la voz profética de Jesús la que denunciara este hecho, dispuesta a pagar el precio, ¿todo habría seguido como siempre? ¿No habría habido nadie más que alzara la voz? ¿Nadie habría dicho nada? 

Sí, incluso las instituciones y las creaciones más santas conocen deterioros, perversiones y alejamientos de la intención original. Y necesitan correcciones, reformas, ser devueltas a su sentido según Dios, a su sentido evangélico. Necesitan una purificación, una revisión más o menos radical. 

¿Qué hace entonces Jesús? Aligera el Templo: expulsa, saca, despoja. No añade, no aumenta, no incrementa, sino que quita, resta, expulsa. 

No es diferente en nuestras vidas personales y comunitarias. No es tener poco lo que nos da miedo, sino tener menos después de haber estado acostumbrados a tener mucho; es la disminución lo que nos da miedo y lo que rechazamos, es el empobrecimiento, más que la pobreza, lo que tememos. 

Y se puede tener mucho tanto en el plano material como en el espiritual y simplemente humano. Y, como recuerda el salmista, «el hombre en la prosperidad no comprende, es como los animales que perecen» (Sal 49,21). 

A veces hay una ceguera que nos impide discernir. Jesús, en su lucidez, anuncia que del Templo no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida: solo el fin, incluso ruinoso, de elementos que habían sido pilares de nuestra vida, puede a veces ayudarnos a renovarnos, a renacer. 

El texto da a entender que los discípulos no lo entendieron en ese momento. Solo después, gracias al recuerdo de las Escrituras, dieron sentido al comportamiento de Jesús, solo después contextualizaron el comportamiento violento de Jesús, que incluso se construyó un látigo de cuerdas para expulsar a todos del Templo, y comprendieron su gesto a la luz de las Escrituras: «El celo de tu casa me devorará» (Sal 69,10). 

Jesús está movido por la pasión, devorado por el celo por la casa del Señor, habitado por el pathos por el lugar santo e indignado y escandalizado por el uso que se hace de él (Jn 2,17). La parresía comprende también estas actitudes básicas, es más, encuentra precisamente en esta participación del pathos de Dios el elemento sin el cual no podría nacer el comportamiento profético. 

Jesús es plenamente consciente del precio de sus acciones. Es un verdadero profeta y paga con su persona el precio de las palabras que pronuncia y de las acciones que realiza. Es entonces cuando Jesús habla de la destrucción de su cuerpo: «Destruid este templo y en tres días lo resucitaré» (Jn 2,19). 

Aquí Juan emplea la palabra naòs, que no designa tanto el conjunto del Templo, para lo cual Juan utiliza más bien el término ieròn, sino que indica el Santo de los santos, el lugar más interno del Templo. 

Así asistimos al paso del lugar de piedras al lugar de la Presencia, del Templo de Jerusalén al Cuerpo de Jesús, de un orden de tipo cultual a uno de orden personal y relacional, del mecanismo de delegación de la ofrenda de un animal a la dinámica de la ofrenda personal hecha con libertad y por amor. 

Y lo que es central no es tanto la destrucción, sino el amor y la libertad. El amor y la libertad con los que Jesús depondrá sus vestiduras, con los que amará a los suyos hasta el final, con los que se inclinará ante Judas y le lavará los pies, con los que irá al Monte de los Olivos casi facilitando la tarea del traidor, y por lo tanto sin oponerse ya a la perspectiva de su muerte violenta. 

Pero también esta referencia al cuerpo de Jesús, velada tras la alusión al naòs, al Santo de los santos, los discípulos la comprendieron solo más tarde, después de la resurrección y la efusión del Espíritu (Jn 2,22). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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