Mirar el dolor del otro
El Cardenal Carlo Maria Martini publicó en el Corriere della Sera (https://www.corriere.it/Primo_Piano/Esteri/2003/08_Agosto/27/gerusalemme.shtml
) el 27 de agosto de 2003 esta carta.
Seguramente 22 años después aquellas palabras siguen siendo actuales y pertinentes. En la medida en que miramos o miremos el dolor del otro, la paz será posible.
Más abajo, y en cursiva, la traducción al castellano de aquella carta.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Regreso de Jerusalén con el siniestro sonido de las sirenas de la policía y las ambulancias aún resonando en mis oídos tras el terrible atentado del martes 19 de agosto. Pero lo que cada vez escucho más dentro de mí no es solo el dolor, la indignación, la reprobación, que se extiende a todos los actos de violencia, vengan de donde vengan. Es una palabra más profunda y radical, que habita en el corazón de cada hombre y mujer de este mundo: ¡no te fabriques ídolos! Esta palabra resuena en la Biblia desde las primeras palabras del Decálogo y la recorre en su totalidad, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.
Es, por tanto, un mandamiento que toca profundamente el corazón de judíos y cristianos y marca un principio ineludible de vida y acción. Y es también un mandamiento muy querido por el islam, que lo convierte en uno de los pilares de su concepción religiosa: hay un solo Dios, poderoso y misericordioso, y nada es comparable a él. Pero también es un precepto secreto que resuena en el corazón de cada persona humana: quien adora o sirve de cualquier manera a un ídolo tiene una conciencia al menos vaga de querer «utilizar» a la divinidad o, en cualquier caso, un principio absoluto para sus propios fines, siente que está instrumentalizando y sometiendo a sus propios intereses un sistema de valores al que, en cambio, hay que honrar. Por eso, cualquiera que adore un ídolo intuye que, de alguna manera, se degrada, está haciendo su propio mal y se está preparando para hacer daño a los demás.
Pero no solo hay ídolos visibles. Más arraigados y poderosos, difíciles de erradicar, son los ídolos invisibles, aquellos que permanecen incluso cuando parece excluida toda referencia religiosa. Entre ellos se encuentran los ídolos de la violencia, la venganza, el poder (político, militar, económico...) entendido como recurso definitivo y último. Es el ídolo de querer ganar en todo, de no querer ceder en nada, de no aceptar ninguna de esas soluciones en las que cada uno está dispuesto a perder algo en aras del bien común. Estos ídolos, aunque se presenten con el respetable ropaje de la justicia y el derecho, en realidad están sedientos de sangre humana.
Tienen una doble característica: esclavizan y ciegan. De hecho, como dice muchas veces la Biblia, quien adora a los ídolos se convierte en esclavo de los ídolos, incluso de los invisibles: ya no puede escapar, por ejemplo, de la espiral perversa de la venganza y la represalia. Y quien es esclavo del ídolo se vuelve ciego ante el rostro humano del otro. Recuerdo la frase con la que algunos jóvenes exterroristas de los años 80 intentaban describir cómo habían podido disparar y matar: «Ya no veíamos el rostro de los demás».
La violencia que se desata hoy en día en muchas partes del mundo es señal de que existe una adoración de estos ídolos y de que estos recompensan con su moneda destructora a cualquiera que les rinda homenaje. Quien solo confía en la violencia y en el poder, tarde o temprano tiende a eliminar y destruir al otro y, al final, se destruye a sí mismo. Ya san Pablo advertía: «Si os mordéis y devoráis unos a otros, mirad al menos que no os destruís unos a otros por completo». Y aún más: «No os engañéis: Dios no puede ser burlado. Cada uno cosechará lo que haya sembrado» (Carta a los Gálatas 5,15 y 6,7).
Nos encontramos en medio de una crisis de humanidad que afecta al vínculo de solidaridad entre todo lo que tiene rostro humano. En la adoración del ídolo del poder y del éxito total a cualquier precio, es la idea misma del hombre, de la humanidad, la que se ve ofendida, es la imagen misma de Dios la que se desfigura en la imagen desfigurada del hombre. Pero precisamente de esta situación, de la toma de conciencia de encontrarnos en un trágico callejón sin salida de violencia —al que ha aludido repetidamente el Papa Juan Pablo II— puede surgir un grito de alarma saludable y urgente, más fuerte que la idolatría del poder y la violencia.
Es un grito que se traduce concretamente en proclamar que no hay alternativas al diálogo y a la paz. Juan Pablo II lo ha repetido durante mucho tiempo de muchas maneras. Pero es un grito que precede a las declaraciones públicas, por muy sentidas que sean. De hecho, resuena en el corazón de cada hombre y mujer de este mundo que se plantea el problema de la supervivencia humana. Hoy en día, la única alternativa a la paz es el terror, sea cual sea la forma en que se exprese. Cuando la única alternativa es el mal absoluto, el diálogo no es solo una de las posibles vías de salida, sino una necesidad ineludible. Por eso, los líderes de todas las partes en conflicto deben arriesgarse sin vacilar al diálogo de paz.
Todo ello pone aún más de manifiesto las responsabilidades de la comunidad internacional, las de la ONU y las de Europa, las de Estados Unidos, Rusia y los países árabes. Es necesario que todos ayuden al proceso de paz que acababa de iniciarse, con una presión fuerte y convencida a favor de la Hoja de Ruta y también con la disposición a proporcionar apoyo político y financiero a las comunidades que tienen el valor de arriesgarse por la paz. A la construcción de muros de cemento y piedra para dividir a las partes enfrentadas es preferible un puente de personas que, al tiempo que garantiza la seguridad de ambas partes, permita a las dos comunidades comunicarse y entenderse cada vez más en las cosas esenciales y cotidianas.
Ciertamente, el odio que se ha acumulado es grande y pesa sobre los corazones. Hay personas y grupos que se alimentan de él como de un veneno que, aunque mantiene vivos, mata al mismo tiempo. Para superar el ídolo del odio y la violencia es muy importante aprender a mirar el dolor del otro. El recuerdo de los sufrimientos acumulados durante tantos años alimenta el odio cuando es solo recuerdo de uno mismo, cuando se refiere exclusivamente a uno mismo, a su propio grupo, a su propia causa justa. Si cada pueblo solo mira su propio dolor, entonces siempre prevalecerá la razón del resentimiento, de la represalia, de la venganza.
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