Dilexi te o el magisterio de los pobres
El primer texto importante, firmado por el Papa León XIV, es un documento inacabado de su predecesor, el Papa Francisco, que su sucesor ha incorporado y ampliado en gran medida. Seguramente más de la mitad del texto es fruto de una nueva redacción.
El tema se encuentra en el subtítulo: Sobre el amor a los pobres. Y así se justifica en el número 3 del texto:
En continuidad con la Encíclica Dilexit nos, el Papa Francisco estaba preparando, en los últimos meses de su vida, una exhortación apostólica sobre el cuidado de la Iglesia por los pobres y con los pobres, titulada Dilexi te, imaginando que Cristo se dirigiera a cada uno de ellos diciendo: no tienes poder ni fuerza, pero «yo te he amado» (Ap 3,9). Habiendo recibido como herencia este proyecto, me alegra hacerlo mío —añadiendo algunas reflexiones— y proponerlo al comienzo de mi pontificado, compartiendo el deseo de mi amado predecesor de que todos los cristianos puedan percibir la fuerte conexión que existe entre el amor de Cristo y su llamada a acercarnos a los pobres.
a) La estructura del texto y las palabras clave
El texto se divide en cinco capítulos.
1. ALGUNAS PALABRAS INDISPENSABLES (4-15)
2. DIOS OPTA POR LOS POBRES (16-34)
3. UNA IGLESIA PARA LOS POBRES (35-81)
4. UNA HISTORIA QUE CONTINÚA (82-102)
5. UN DESAFÍO PERMANENTE (103-121)
He elaborado ya una “Una breve guía de lectura de la Exhortación Apostólica «Dilexi te»” (https://kristaualternatiba.blogspot.com/2025/10/una-breve-guia-de-lectura-de-la.html).
Ahora presento cuáles han sido mis subrayados y las resonancias de la lectura.
En primer lugar, el papel de los pobres en el anuncio del Evangelio.
No estamos en el horizonte de la beneficencia, sino de la Revelación; el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos (DT 5).
También el nombre del Papa Francisco, elegido en relación con los pobres, nos recuerda que «al joven Francisco, antes rico y arrogante, le impactó encontrarse con la realidad de los marginados» (DT 7), a lo que se puede vincular la espiritualidad del Concilio Vaticano II, con el paradigma del buen samaritano:
Estoy convencido de que la opción preferencial por los pobres genera una renovación extraordinaria tanto en la Iglesia como en la sociedad, cuando somos capaces de liberarnos de la autorreferencialidad y conseguimos escuchar su grito (DT 7).
Por otra parte, también hay que reconocer que el término «pobreza» debe entenderse de muchas maneras:
En el rostro herido de los pobres encontramos impreso el sufrimiento de los inocentes y, por tanto, el mismo sufrimiento de Cristo. Al mismo tiempo, deberíamos hablar quizás más correctamente de los numerosos rostros de los pobres y de la pobreza, porque se trata de un fenómeno variado; en efecto, existen muchas formas de pobreza: aquella de los que no tienen medios de sustento material, la pobreza del que está marginado socialmente y no tiene instrumentos para dar voz a su dignidad y a sus capacidades, la pobreza moral y espiritual, la pobreza cultural, la del que se encuentra en una condición de debilidad o fragilidad personal o social, la pobreza del que no tiene derechos, ni espacio, ni libertad (DT 9).
Por eso hay que acoger con satisfacción el compromiso de la ONU de erradicar la pobreza como uno de los objetivos del Milenio (cf. DT 10). Si los sistemas políticos favorecen a los más fuertes y aumentan la brecha entre ricos y pobres, al mismo tiempo las emociones de indignación se vuelven momentáneas y las cuestiones estructurales quedan marginadas (cf. DT 11). Por eso «no debemos bajar la guardia ante la pobreza» (DT 12) y hay que decir con toda la claridad necesaria que
Los pobres no están por casualidad o por un ciego y amargo destino. Menos aún la pobreza, para la mayor parte de ellos, es una elección. Y, sin embargo, todavía hay algunos que se atreven a afirmarlo, mostrando ceguera y crueldad (DT 14).
Esto no solo concierne al mundo, sino también a la Iglesia:
También los
cristianos, en muchas ocasiones, se dejan contagiar por actitudes marcadas por
ideologías mundanas o por posicionamientos políticos y económicos que llevan a
injustas generalizaciones y a conclusiones engañosas (DT 15).
b) Una historia del magisterio de los pobres
A partir de estas palabras indispensables, se pasa a esbozar una teología de la pobreza en el capítulo II.
Se parte de la «opción preferencial por los pobres», elaborada primero en América Latina y luego asumida por el magisterio universal de la Iglesia católica (cf. DT 16).
Esto implica una relectura del Antiguo Testamento y
del Nuevo Testamento “sub specie
paupertatis”.
El texto dice de manera sintética:
En esta condición se puede resumir claramente la pobreza de Jesús. Se trata de la misma exclusión que caracteriza la definición de los pobres: ellos son los excluidos de la sociedad. Jesús es la revelación de este privilegium pauperum. Él se presenta al mundo no sólo como Mesías pobre sino como Mesías de los pobres y para los pobres (DT 19).
El examen de los textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, sobre todo los que se refieren a Jesús, muestra una clara relevancia de la pobreza. De ahí surge una pregunta apremiante:
Muchas veces me pregunto por qué, aun cuando las Sagradas Escrituras son tan precisas a propósito de los pobres, muchos continúan pensando que pueden excluir a los pobres de sus atenciones (DT 23).
A esto le siguen otras consideraciones en las que, siguiendo los pasos del Papa Francisco, el Papa León XIV se sorprende de que, ante unos textos bíblicos tan claros, a veces se intente atenuarlos o relativizarlos (cf. DT 31). Por otra parte, los testimonios sobre la Iglesia primitiva son muy claros y han inspirado gran parte de la historia posterior (cf. DT 34).
Aquí comienza el tercer capítulo, que puede entenderse como una gran historia de la pobreza en la Iglesia. Desde San Pablo hasta San Lorenzo, desde San Ambrosio hasta San Ignacio de Antioquía, es evidente que:
La caridad hacia los necesitados no se entendía como una simple virtud moral, sino como expresión concreta de la fe en el Verbo encarnado (DT 39).
Esto también se refleja en la comprensión de la Eucaristía. Citando a San Juan Crisóstomo, el texto pide coherencia entre la adoración del Cuerpo de Cristo en el altar y el Cuerpo de Cristo que sufre el frío:
¿Quieres honrar el Cuerpo de Cristo? No permitas que sea despreciado en sus miembros, es decir, en los pobres que no tienen qué vestir, ni lo honres aquí en el templo con vestiduras de seda, mientras fuera lo abandonas al frío y a la desnudez […]. En el templo, el Cuerpo de Cristo no necesita mantos, sino almas puras; pero en la persona de los pobres, Él necesita todo nuestro cuidado. Aprendamos, pues, a reflexionar y a honrar a Cristo como Él quiere. Cuando queremos honrar a alguien, debemos prestarle el honor que él prefiere y no el que más nos gusta […]. Así también tú debes prestarle el honor que Él mismo ha ordenado, distribuyendo tus riquezas entre los pobres. Dios no necesita vasos de oro, sino almas de oro. ¿De qué serviría, al fin y al cabo, adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si Él muere de hambre en la persona de los pobres? Primero da de comer al que tiene hambre y luego adorna su mesa con lo que sobra (DT 41).
Por eso «la caridad no es una vía opcional, sino el criterio del verdadero culto» (DT 42). Si para San Ambrosio la limosna es «justicia restaurada» (DT 43), para San Agustín es purificación del corazón (cf. DT 46). De ahí que el Papa León XIV concluya con una frase de carácter programático:
Se puede afirmar que la teología patrística fue práctica, apuntando a una Iglesia pobre y para los pobres, recordando que el Evangelio sólo se anuncia bien cuando llega a tocar la carne de los últimos, y advirtiendo que el rigor doctrinal sin misericordia es una palabra vacía (DT 48).
Del mismo modo, hay que considerar el desarrollo de las órdenes modernas, masculinas y femeninas, de cuidado de los enfermos como emergencias de una antigua evidencia:
Cuando la Iglesia se arrodilla junto a un leproso, a un niño desnutrido o a un moribundo anónimo, realiza su vocación más profunda: amar al Señor allí donde Él está más desfigurado (DT 52).
Lo mismo puede decirse del monacato, como experiencia de pobreza. Contra una tendencia a reconstruir el monacato de forma reaccionaria, León XIV escribe:
Los monasterios benedictinos, con el tiempo, se convirtieron en lugares que contrastaban la cultura de la exclusión. Los monjes cultivaban la tierra, producían alimentos, preparaban medicinas y los ofrecían, con sencillez, a los más necesitados. Su trabajo silencioso fue fermento de una nueva civilización, donde los pobres no eran un problema que resolver, sino hermanos y hermanas que acoger (DT 56).
Una relectura equilibrada y sin prejuicios del monacato permite afirmar:
La tradición monástica enseña, por tanto, que la oración y la caridad, el silencio y el servicio, las celdas y los hospitales, forman un único tejido espiritual (DT 58).
Una consideración análoga vale para la pobreza que consiste en ser prisioneros y esclavos. A lo largo de la historia han surgido órdenes religiosas para la «redención» de los prisioneros. Esto no solo se aplica a la Edad Media o a la Edad Moderna, sino también a la época contemporánea:
La caridad cristiana, cuando se encarna, se convierte en liberadora. Y la misión de la Iglesia, cuando es fiel a su Señor, es siempre proclamar la liberación. Aún en nuestros días, en los que existen millones de personas —niños, hombres y mujeres de todas las edades— privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud dicha herencia es continuada por estas Órdenes y por otras Instituciones y Congregaciones que actúan en las periferias urbanas, las zonas de conflicto y los corredores migratorios. Cuando la Iglesia se arrodilla para romper las nuevas cadenas que aprisionan a los pobres, se convierte en signo de la Pascua (DT 61).
El nacimiento de las órdenes mendicantes también marcó la historia de una nueva lectura de la pobreza:
A diferencia del modelo monástico estable, los mendicantes adoptaron una vida itinerante, sin propiedades personales ni comunitarias, confiando plenamente en la Providencia. No sólo servían a los pobres: se hacían pobres con ellos. Consideraban la ciudad como un nuevo desierto y a los marginados como nuevos maestros espirituales (DT 63).
Este aspecto está estrechamente relacionado con un problema muy vivo en el mundo contemporáneo:
Las Órdenes mendicantes fueron, así, una respuesta viva a la exclusión y la indiferencia. No propusieron expresamente reformas sociales, sino una conversión personal y comunitaria a la lógica del Reino. La pobreza, en ellos, no era consecuencia de la escasez de bienes, sino una elección libre: hacerse pequeños para acoger a los pequeños (DT 67).
También en el tema de la educación, cuya falta es una forma grave de pobreza, el surgimiento de las órdenes dedicadas a la instrucción, a partir de los Escolapios, con grandes avances en el ámbito masculino y femenino, atestigua una evidencia importante:
Para la fe cristiana, la educación de los pobres no es un favor, sino un deber. Los pequeños tienen derecho a la sabiduría, como exigencia básica para el reconocimiento de la dignidad humana (DT 72).
Con las emigraciones europeas del siglo XIX surge una nueva sensibilidad hacia el fenómeno, como forma de pobreza. Los Scalabrinianos y Santa Francisca Cabrini atestiguan el surgimiento, ya en la Iglesia de entonces, de esa atención hacia Jesús que dice «era extranjero y me acogisteis». Por eso:
Iglesia, como madre, camina con los que caminan. Donde el mundo ve una amenaza, ella ve hijos; donde se levantan muros, ella construye puentes. Sabe que el anuncio del Evangelio sólo es creíble cuando se traduce en gestos de cercanía y de acogida; y que en cada migrante rechazado, es Cristo mismo quien llama a las puertas de la comunidad (DT 75).
La cercanía, sin embargo, a los últimos de Santa Teresa de Calcuta o Santa Dulce y tantas otras formas de atención a las periferias existenciales.
Cada uno a su manera descubrió que los más pobres no son meros objetos de compasión, sino maestros del Evangelio. No se trata de “llevarles a Dios”, sino de encontrarlo entre ellos… Por lo tanto, cuando la Iglesia se inclina hasta el suelo para cuidar de los pobres, asume su postura más elevada (DT 79).
Sin embargo, también hay movimientos populares,
iniciativas laicales, que a menudo han sido sospechosos y perseguidos por esta
vocación al cuidado de la pobreza (cf. DT 80-82).
c) El Pobre y Pedro: la teología de la carne de Cristo
El cuarto capítulo trata de los dos últimos siglos, con el surgimiento de la «doctrina social» de la Iglesia. Y comienza con algunas proposiciones en las que los pobres no solo «sufren», sino que «afrontan y piensan» el cambio civil:
Los movimientos de trabajadores, de mujeres y de jóvenes, así como la lucha contra la discriminación racial, han dado lugar a una nueva conciencia de la dignidad de los marginados. También el aporte de la Doctrina Social de la Iglesia tiene en sí esta raíz popular que no se debe olvidar; sería inimaginable su relectura de la revelación cristiana en las modernas circunstancias sociales, laborales, económicas y culturales sin los laicos cristianos lidiando con los desafíos de su tiempo (DT 82).
Si los pobres son sujetos de una inteligencia específica y si la realidad se ve mejor desde los márgenes, el desarrollo de una doctrina social, a partir del Papa León XIII, encuentra en el Concilio Vaticano II un paso decisivo:
Se perfilaba de ese modo la necesidad de una nueva forma eclesial, más sencilla y sobria, que implicase a todo el pueblo de Dios y a su figura histórica. Una Iglesia más semejante a su Señor que a las potencias mundanas, dirigida a estimular en toda la humanidad un compromiso concreto para resolver el gran problema de la pobreza en el mundo (DT 84).
En este paso trascendental, el Papa León subraya una imagen audaz con la que el Papa Pablo VI traza una analogía entre el Pobre y Pedro:
En la Audiencia general del 11 de noviembre de 1964, subrayó que «el pobre es representante de Cristo» y, acercando la imagen del Señor en los últimos a la que se manifiesta en el Papa, afirmó: «La representación de Cristo en el pobre es universal, todo pobre refleja a Cristo; la del Papa es personal. […] El pobre y Pedro pueden coincidir, pueden ser la misma persona, revestida de una doble representación: la de la pobreza y la de la autoridad». De ese modo, el vínculo intrínseco entre la Iglesia y los pobres era expresado simbólicamente con una original claridad (DT 85).
Así, desde el Papa Pablo VI hasta el Papa Francisco, se registran repetidas intervenciones del magisterio universal y local sobre la opción preferencial por los pobres.
Aunque no faltan diferentes teorías que intentan justificar el estado actual de las cosas, o explicar que la racionalidad económica nos exige que esperemos a que las fuerzas invisibles del mercado resuelvan todo, la dignidad de cada persona humana debe ser respetada ahora, no mañana, y la situación de miseria de muchas personas a quienes esta dignidad se niega debe ser una llamada constante para nuestra conciencia (DT 92).
Por lo tanto, es necesario plantear algunas preguntas decisivas:
La pregunta recurrente es siempre la misma: ¿los menos dotados no son personas humanas? ¿Los débiles no tienen nuestra misma dignidad? ¿Los que nacieron con menos posibilidades valen menos como seres humanos, y sólo deben limitarse a sobrevivir? De nuestra respuesta a estos interrogantes depende el valor de nuestras sociedades y también nuestro futuro. O reconquistamos nuestra dignidad moral y espiritual, o caemos como en un pozo de suciedad (DT 95).
Esta conciencia llama al Pueblo de Dios a denunciar, a exponerse, a costa de ser llamados «estúpidos»:
Por consiguiente, es responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios hacer oír, de diferentes maneras, una voz que despierte, que denuncie y que se exponga, aun a costo de parecer “estúpidos”. Las estructuras de injusticia deben ser reconocidas y destruidas con la fuerza del bien, a través de un cambio de mentalidad, pero también con la ayuda de las ciencias y la técnica, mediante el desarrollo de políticas eficaces en la transformación de la sociedad (DT 97).
Se presta especial atención, también por la experiencia directa que tuvo el Papa León durante su largo ministerio en Sudamérica, a la elaboración de la Conferencia de Aparecida. En particular, se dice que el documento:
insiste en la necesidad de considerar a las comunidades marginadas como sujetos capaces de crear su propia cultura, más que como objetos de beneficencia. Esto implica que dichas comunidades tienen el derecho de vivir el Evangelio, de celebrar y comunicar la fe según los valores presentes en su cultura (DT 100).
De ahí surge la referencia a un verdadero «magisterio de los pobres»:
Crecidos en la extrema precariedad, aprendiendo a sobrevivir en medio de las condiciones más difíciles, confiando en Dios con la certeza de que nadie más los toma en serio, ayudándose mutuamente en los momentos más oscuros, los pobres han aprendido muchas cosas que conservan en el misterio de su corazón. Aquellos entre nosotros que no han experimentado situaciones similares, de una vida vivida en el límite, seguramente tienen mucho que recibir de esa fuente de sabiduría que constituye la experiencia de los pobres. Sólo comparando nuestras quejas con sus sufrimientos y privaciones, es posible recibir un reproche que nos invite a simplificar nuestra vida (DT 102).
Llegamos así al quinto y último capítulo, sobre el «desafío permanente».
Si «el amor a los pobres es un elemento esencial de la historia de Dios con nosotros» (DT 103), entonces ellos son para nosotros, cristianos, «una cuestión familiar» (DT 104). Aquí se encuentra el aspecto quizá más auténticamente teológico del documento, al decir:
realidad es que
los pobres para los cristianos no son una categoría sociológica, sino la misma
carne de Cristo. En efecto, no es suficiente limitarse a enunciar en modo
general la doctrina de la encarnación de Dios; para adentrarse en serio en este
misterio, en cambio, es necesario especificar que el Señor se hace carne, carne
que tiene hambre, que tiene sed, que está enferma, encarcelada (DT 110).
d) Las justificaciones del descarte y la vocación cristiana
Las piedras descartadas que son los pobres son la verdadera piedra angular. Pero, sin embargo, se observan posiciones contradictorias con respecto a esta evidencia teológica.
De hecho…
esta atención espiritual hacia los pobres es puesta en discusión por ciertos prejuicios, también por parte de cristianos, porque nos sentimos más a gusto sin los pobres. Hay quienes siguen diciendo: “Nuestra tarea es rezar y enseñar la verdadera doctrina”. Pero, desvinculando este aspecto religioso de la promoción integral, agregan que sólo el gobierno debería encargarse de ellos, o que sería mejor dejarlos en la miseria, para que aprendan a trabajar. A veces, sin embargo, se asumen criterios pseudocientíficos para decir que la libertad de mercado traerá espontáneamente la solución al problema de la pobreza. O incluso, se opta por una pastoral de las llamadas élites, argumentando que, en vez de perder el tiempo con los pobres, es mejor ocuparse de los ricos, de los poderosos y de los profesionales, para que, por medio de ellos, se puedan alcanzar soluciones más eficaces. Es fácil percibir la mundanidad que se esconde detrás de estas opiniones; estas nos llevan a observar la realidad con criterios superficiales y desprovistos de cualquier luz sobrenatural, prefiriendo círculos sociales que nos tranquilizan o buscando privilegios que nos acomodan (DT 114).
Por último, también hay que cuidar la correlación entre intenciones y gestos: la limosna no es una excusa, sino una práctica de no indiferencia:
Hay que alimentar el amor y las convicciones más profundas, y eso se hace con gestos. Permanecer en el mundo de las ideas y las discusiones, sin gestos personales, asiduos y sinceros, sería la perdición de nuestros sueños más preciados. Por esta sencilla razón, como cristianos, no renunciamos a la limosna. Es un gesto que se puede hacer de diferentes formas, y que podemos intentar hacer de la manera más eficaz, pero es preciso hacerlo. Y siempre será mejor hacer algo que no hacer nada. En todo caso nos llegará al corazón (DT 119).
En cierto modo, el Papa León XIV, retomando algunos elementos fundamentales del magisterio del Papa Francisco, los agudiza y los conduce hacia un verdadero «magisterium pauperum», de carácter eclesial y espiritual, teológico y moral.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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