lunes, 8 de diciembre de 2025

¡Qué bueno que viniste!

¡Qué bueno que viniste! 

«El curso de la vida humana, encaminado hacia la muerte, nos llevaría a la ruina y la destrucción si no fuera por la facultad de interrumpirlo y comenzar algo nuevo, una facultad que nos recuerda que los hombres, aunque deben morir, no han nacido para morir, sino para comenzar» (Hannah Arendt, “La condición humana”, 1958). «El milagro, decía, que preserva al mundo de su ruina natural es, en definitiva, el hecho de la natalidad, en el que se arraiga la facultad de actuar». 

Hannah Arendt no utilizaba el término «nacimiento», sino «natalidad» para referirse a la capacidad humana de introducir lo inesperado en la historia, cuyo primer acto es el nacimiento. 

También se podría hablar de «natividad». En castellano se utiliza para referirse al nacimiento de Jesús. La natividad da el peso adecuado al concepto de «comienzo»: podrías no existir y, sin embargo, existes, y eso cambia la historia. 

¿Cómo sería el mundo si no hubieras nacido? ¿Qué novedad eres y haces solo tú? 

Para entenderlo, recomiendo volver a ver «¡Qué bello es vivir!» de Frank Capra, en la que a George Bailey, que quiere suicidarse, se le concede ver por adelantado cómo sería el mundo sin él: ¿qué cambiaría si no existieras? Esto falta también en este momento de la historia. Necesitamos «natividad»: ¿cómo recuperarla? 

Hannah Arendt se inspiraba en un pasaje de San Agustín en sus Confesiones XI, 31: «El hombre ha sido creado para ser un comienzo». Y es que el ser humano es causa del tiempo precisamente porque nace, comienza a existir. Incluso Dios, en la narración cristiana, nace, y así da un nuevo rumbo a la historia desde dentro de la historia, como nos corresponde hacer a todos y cada uno de nosotros. 

Nacer es divino. Pero cuando esta confianza en la «natividad» se debilita, entonces la muerte se convierte en una pasión, como ha ocurrido en la historia con todas las culturas en crisis. Así lo demuestran hoy las guerras y los re-armamientos, la tasa de suicidios también entre los jóvenes, la destrucción de la creación … 

Hay algo siempre de extraordinario de lo ordinario, el «nacimiento» de cada uno es un milagro, cambia el curso de la historia. El cordón umbilical lo recuerda con un realismo escandaloso: si nos miramos el vientre, descubrimos que no nos hemos hecho a nosotros mismos, como cree el héroe de nuestro tiempo, el hombre poderoso, que no cree haber recibido nada y, por lo tanto, lo consume todo. 

De hecho, en la narración evangélica nadie se da cuenta del nacimiento de Dios, porque no hay nada extraordinario, y precisamente eso es lo extraordinario: ha nacido, tiene ombligo, celebra su cumpleaños, …, como todos nosotros. 

Una sociedad que se edifica sobre la natividad está llena de energía vital porque confía en la acción humana como capacidad de iniciar una nueva historia. San Agustín nos diría que no son los tiempos los que son buenos o malos, sino nosotros. 

Y ese niño de Belén ha cambiado la historia. Mirarse el ombligo, en sentido literal, ayuda a posicionarse: no he aparecido de la nada, me han dado a mí y al mundo, he recibido la vida para crear otra vida, soy un comienzo. 

Celebrar la Navidad, seamos creyentes o no, significa recordar que estamos hechos para empezar y no para terminar, para dar vida y no solamente para luchar contra la muerte. Sí, somos seres que sabemos que debemos morir… Pero aún más que sabemos que debemos nacer: se nace por primera vez el día del parto, pero luego hay que nacer continuamente, iniciando cosas que solo nosotros podemos inaugurar y nadie en nuestro lugar. 

Si somos «mortales», también somos nacidos y venidos a la luz, es decir, aquellos que, por el hecho de haber nacido, estamos llamados a nacer y a renacer. 

Una sociedad de la natividad no convierte al niño en un ídolo sino en el protagonista de un comienzo, es decir, lo quiere consciente y, por tanto, responsable de la vida recibida para que haga otra… como Aquél que dijo “he venido para que tengan vida y vida en abundancia” (San Juan 10, 10). 

Con la Natividad de Jesús, como con la de cada uno de nosotros, se inaugura un nuevo comienzo, acontece el principio de un nuevo tiempo. Si Jesús y nosotros desapareciéramos, ¿qué le faltaría a la historia humana? ¿Qué nacimiento queremos ser? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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