lunes, 8 de diciembre de 2025

En el caso de que Jesucristo hubiera sido mujer...

¿Y si Jesucristo hubiera sido mujer? 

Es conocida la atención que Jesús dedicaba a las mujeres, algo bastante escandaloso para la cultura de la época (y no solo): hablaba con ellas tratándolas como a hombres, aunque es cierto que sus discípulos más cercanos eran todos varones. 

Además, en los Evangelios, la resurrección es anunciada por el ángel a dos figuras femeninas, y María Magdalena es la primera en ver a Jesús después de su muerte. Para un lector no especialista una pasaje especialmente bello de los Evangelios es precisamente el de San mateo 27, 61: «Allí, delante del sepulcro, estaban María de Magdala y la otra María». 

Y digo especialmente bello porque en este sencillo versículo se destaca la superioridad moral de las dos mujeres frente a los Doce, que entretanto habían huido. En María Magdalena se representa el núcleo subversivo en torno al cual gira la historia de los Evangelios. 

Los cristianos más ilustrados no tendrán dificultad en reconocer estas huellas en el Nuevo Testamento, aunque el patriarcado siga dominando ampliamente la religión cristiana, al igual que otras, o la sociedad civil, si vamos al caso. 

El cristianismo encontró una excelente alianza teórica en el pensamiento filosófico griego. Una vez negada la prioridad del elemento genético —el hecho de que los seres humanos seamos ante todo generados como cuerpos e introducidos en el mundo en un entorno de cuidados—, el pensamiento sigue siendo en su mayor parte un asunto entre hombres. Y lo mismo ocurre con la religión. 

Pero, ¿podría el Dios de los Evangelios haberse encarnado en una mujer? 

La cuestión se pasa por alto en la tradición escritural y patrística, pero tuvo su eco durante los siglos XII y XIII, sobre todo en la forma que Pedro Lombardo indicó en las Sentencias. Varios comentarios a este libro retoman el tema, aunque con cierta incomodidad, y tratan de ofrecer una respuesta. 

San Buenaventura, por ejemplo, elabora algunos argumentos a favor de la encarnación femenina: dado que «nuestra ruina se produjo por culpa de una mujer», tiene sentido que una mujer le ponga fin; además, una naturaleza más frágil habría permitido que la gloria divina brillara más, y, por otra parte, el espíritu es indiferente al sexo. 

En cuanto a las razones contrarias, San Buenaventura cita a Aristóteles y a San Pablo para afirmar la superioridad del hombre, así como el hecho de que el principio generativo reside en el sexo masculino; además, siguiendo la lógica, debería haberse llamado Diosa desde el principio y no Dios. Al final del pasaje, San Buenaventura critica aún más los argumentos a favor y concluye que el varón es sin duda más digno y autoritario, teniendo prioridad en el actuar y en el presidir; por lo tanto, la encarnación en Jesús parece adecuada. 

Para el oído moderno, estas últimas tesis parecen muy frágiles, pero no debemos juzgar la cultura de la época utilizando nuestro criterio. Además, es interesante que, incluso entonces, no se descarte la posibilidad de un Cristo mujer, sino que se destaque, aunque con fuerza, su menor congruencia. 

San Tomás de Aquino también se mueve en esta línea. Dios tenía que encarnarse en una forma sexuada porque eso corresponde a la perfección humana: el hermafroditismo se considera una monstruosidad. Dicho esto, también para el Doctor Angélico la prioridad del elemento masculino está establecida. 

A partir de mediados del siglo XIII, los intereses doctrinales cambian y el tema desaparece del horizonte filosófico: apenas se encuentran algunos vestigios en los místicos posteriores. Juliana de Norwich, por ejemplo, escribe en las Revelaciones del Amor Divino  que Dios es tanto padre como madre y no duda en atribuir a Jesús virtudes femeninas; pero se trata más bien de una excepción. A partir de entonces, no se volverá a hablar de ello. 

Según el Catecismo de la Iglesia Católica Dios es asexuado y su esencia trasciende tales distinciones. Ya en el Antiguo Testamento, por otra parte, el plural Elohim se refiere a ambos géneros (aunque YHWH sea masculino). Además, Dios creó a ambos seres humanos, hombre y mujer, a su imagen. Sin embargo, lo masculino siempre ha tenido una evidente preponderancia, tanto en el texto como en la iconografía. 

El término «Padre» debería utilizarse en sentido puramente metafórico, pero todas las representaciones de Dios, al menos desde el siglo XII y, en particular, desde el Renacimiento tardío, lo muestran como un anciano de barba fluida; y así ha permanecido en el imaginario popular. 

En cuanto a Jesús, no hay dudas sobre su género en los Evangelios: pero, al menos en cierto debate medieval sobre el tema, podría haber sido una mujer sin contradicción alguna. 

La historia no se hace con condicionales, y menos aún la supuesta historia de la salvación universal; y es fácil objetar que, en el contexto del siglo I, solo un hombre podría haberse convertido en líder religioso. La carga simbólica de la pregunta permanece intacta: ¿qué habría pasado con una Hija de Dios? 

El problema, como de costumbre, es que también esta reflexión ha sido siempre monopolio de los hombres. Si se recorre la historia de la teología, todos los teólogos han hablado siempre de la mujer. De diferentes maneras y con diferentes tonos, por supuesto, pero siempre expresando la necesidad y, tal vez, también la pretensión de tener algo que decir sobre la mujer, de sancionarla como puerta del diablo o de exaltarla por su genio femenino. Incluso con demasiada frecuencia, yo diría que también hoy asistimos a una especie de «paternalismo feminista» que es una contradicción en sí misma. 

Sí: las mujeres están excluidas del ministerio ordenado católico tanto desde el punto de vista normativo —hasta se define la cuestión del diaconado femenino como “inmadura”— como desde el punto de vista, más sutil, del patriarcado cotidiano. 

Además de expresiones que son más comunes de puertas cerradas como la asociación entre mujer y cotilleo… en un criticado discurso público del Papa Francisco en la Universidad de Lovaina… Eso sí, el  mismo Papa puso a la mujer como modelo de acogida fecunda, cuidado, dedicación vital,… 

Hasta aquí la parte fácil, por así decirlo. Pero entonces, ¿qué se podría decir de una encarnación divina femenina? 

Quizás sugeriría una capacidad de colaboración más acentuada en lugar de una dimensión vertical de poder, y una justicia diferente. Haría todo lo posible por evitar el cliché perjudicial que asocia automáticamente a la mujer con el cuidado, pero sugeriría que la historia de opresión de este tipo haría que una Cristo mujer se acercara aún más a los últimos: las palabras de Isaías que para los cristianos anticipan la llegada del Salvador —«como una raíz en tierra árida», «que conoce bien el sufrimiento»— hasta tal vez brillarían con una luz diferente. 

Y añadiría que esto habría dado vida a un aspecto que, en cierto modo, ya está presente en el Evangelio, pero que escapa a quienes solo leen en él una historia de muerte y resurrección, y no la oportunidad de un nuevo comienzo en la existencia terrenal. Hannah Arendt lo captó muy bien en un libro que, en el fondo, tiene muy poco de cristiano, La condición humana. En lo que se refiere a la vida activa: 

«El curso de la vida humana encaminada hacia la muerte conduciría inevitablemente a todo ser humano a la ruina y la destrucción si no fuera por la facultad de interrumpirlo y comenzar algo nuevo, una facultad que es inherente a la acción y nos recuerda permanentemente que los hombres, aunque deben morir, no han nacido para morir, sino para comenzar. 

[…] La acción es, en efecto, la única facultad del hombre capaz de obrar milagros, como bien sabía Jesús de Nazaret —cuya comprensión de esta facultad puede compararse, por su originalidad sin precedentes, con la comprensión socrática de las posibilidades del pensamiento—, cuando comparaba el poder de perdonar con el poder más general de obrar milagros, situándolos al mismo nivel y al alcance del hombre». 

Palabras que encajan bien con las de otro gran pensador alemán, prisionero y víctima de los nazis, el pastor Dietrich Bonhoeffer: «Jesús no llama a una nueva religión, sino a la vida». 

Me cuesta imaginar hasta el fondo, seguramente por mi educación y formación, la novedad radical de una Cristo mujer en la que lo femenino fuera protagonista. Imagino que sería algo alternativo y revolucionario con respecto a los milenios de dominio masculino… 

En su libro, Hombres justos, Ivan Jablonka señala cómo las religiones, «ya sean fundadas por Moisés, Confucio, Buda, Jesús (rodeado de doce apóstoles) o Mahoma [...], encuentran sus orígenes en el mensaje de un hombre». Y a pesar de su ideal universalista e igualitario, en la realidad cotidiana se inclinan inmediatamente en otra dirección a la igualitaria. 

Tal vez sería más oportuno dejar la elaboración de la idea a las propias mujeres. Puede parecer una excusa para encubrir mi escasez de ideas al respecto, o un movimiento para ganarme simpatías… 

Lo importante son las preguntas abiertas: ¿qué parábolas, qué comparaciones, qué discurso de la montaña,…, habríamos tenido? ¿Qué discípulas? ¿Qué milagros? ¿Qué gestos? ¿Qué momentos de ira? ¿Qué muerte? 

No son cuestiones apremiantes, por supuesto, pero tal vez nos ayuden a disipar el hechizo teológico al que todavía está sometido el discurso común, o a orientarlo hacia nuevas formas. 

Y quién sabe si la segunda venida de Cristo no nos depara alguna sorpresa… 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tenéis que nacer de nuevo - San Juan 3, 3 -.

Tenéis que nacer de nuevo - San Juan 3, 3 -   Comenzar no es…   repetir lo obvio fingiendo un asombro poco natural, no es buscar la magia,...