domingo, 12 de octubre de 2025

Educar en la templanza.

Educar en la templanza

Entre las virtudes cardinales, la templanza es una de las que quizás más directamente toca el misterio de la persona. 

Si la prudencia guía el discernimiento, la justicia construye el vínculo social y la fortaleza sostiene en las pruebas, la templanza trabaja silenciosamente dentro del ser humano: ordena los deseos, integra las pasiones, da equilibrio interior. 

No en vano, los filósofos antiguos la entendían como enkrateia, dominio de sí mismo, y los Padres de la Iglesia la reconocían como custodia del ordo amoris. 

Pero desde una perspectiva personalista, la templanza revela una dimensión adicional. No es solo una medida interior, sino también una condición relacional: un «gobernarse a uno mismo» que hace posible el don de sí mismo a los demás. 

Emmanuel Mounier recordaba que la persona nunca está cerrada en sí misma, sino abierta a la comunión. La templanza, entonces, no es una virtud intimista o aislada: es el camino que impide al sujeto ser esclavo de sus propios impulsos, para hacerse disponible al encuentro, capaz de respetar y valorar la libertad de los demás. 

La filosofía clásica ya lo intuía: el intemperante no solo es prisionero de sí mismo, sino también peligroso para la comunidad, porque es poco fiable, incapaz de asumir responsabilidades. Aristóteles subrayaba que la templanza era la condición para vivir según la razón, distinguiendo lo que es bueno de lo que solo es agradable. 

Santo Tomás de Aquino retoma esta intuición, mostrando que la templanza custodia la capacidad de amar de manera ordenada: la persona templada no se disuelve en sus impulsos, sino que sabe orientar los afectos y los placeres hacia el bien común. 

En este sentido, la templanza tiene un rostro profundamente comunitario. 

Es lo contrario del egocentrismo que, al inflar el propio yo, aplasta a los demás. Por el contrario, la templanza enseña a «hacer espacio», a no consumir las relaciones, a no reducir al otro a un instrumento de los propios deseos. 

Aquí aparece su vínculo con el personalismo comunitario: sin templanza, el yo se convierte en tirano y la comunidad en una suma de individuos en competencia; con la templanza, el yo se vuelve capaz de dar, y la comunidad se transforma en un lugar de comunión. 

Esta virtud es, por tanto, un principio político además de moral. Una sociedad sin templanza se vuelve rápidamente intemperante: en el consumo, en el discurso público, en los conflictos que degeneran en violencia. 

No es casualidad que el personalismo haya insistido en la sobriedad como estilo de vida social: la templanza custodia la dignidad de la persona, pero al mismo tiempo fundamenta la justicia y la paz. 

Jacques Maritain lo expresaba con claridad: la libertad individual no basta, se necesita una libertad relacional, es decir, templada, que se convierta en responsabilidad hacia el otro. 

Desde el punto de vista teológico, la templanza se arraiga en una verdad aún más profunda: el ser humano ha sido creado como ser de deseo, pero su deseo solo se cumple en Dios. Sin medida, los deseos se dispersan y la persona se pierde; con la templanza, se ordenan y se convierten en apertura a la trascendencia. 

En este sentido, la templanza es una virtud «pascual»: disciplina el instinto no para apagarlo, sino para transfigurarlo, para convertirlo en instrumento de comunión y amor. 

He aquí, pues, el valor personalista de esta virtud: custodiar la libertad de la persona del riesgo de la dispersión, devolverle la unidad interior y, al mismo tiempo, hacerla capaz de comunidad. 

La templanza no es un ejercicio privado, sino un acto político y espiritual a la vez: libera al hombre del dominio del ego y lo abre al otro, hasta abrirlo a Dios. 

Por eso, en una época marcada por los excesos individualistas y colectivos, la templanza es una virtud alternativa y revolucionaria. 

Enseña que la persona no se realiza consumiendo, sino dando; que la libertad no es ausencia de límites, sino capacidad de elegir el bien; que la comunidad no nace de individuos que reclaman, sino de personas que saben moderarse para poder construir juntas. 

En el fondo, la templanza es el nombre discreto de una verdad antropológica fundamental: el ser humano no está llamado a apagar sus deseos, sino a ordenarlos, para convertirlos en un camino de comunión. 

Solamente así la persona se realiza verdaderamente y la comunidad se convierte en el hogar de lo humano. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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