domingo, 12 de octubre de 2025

Educar en la fortaleza.

Educar en la fortaleza

Nuestra época se caracteriza por una paradoja: nunca las personas habían estado tan conectadas entre sí, y sin embargo, nunca había crecido tanto el número de personas que se sienten solas. 

Las estadísticas de la OMS hablan de una auténtica «epidemia social» de soledad, con graves efectos sobre la salud física y mental. 

Ante este panorama, es esencial redescubrir la virtud de la fortaleza. 

Pero no se trata solo de la fortaleza entendida en sentido individual, como capacidad de resistir las pruebas personales. 

El personalismo comunitario —desde Emmanuel Mounier hasta Jacques Maritain— nos recuerda que la auténtica fortaleza nunca es solitaria: es fuerza vivida juntos, al servicio de la dignidad de la persona y del bien común. 

Emmanuel Mounier escribía: «No se trata de salvar a la persona aislada, sino de crear una comunidad de personas» (Revolución personalista y comunitaria, 1935). Es una afirmación que invierte la lógica dominante: la fortaleza no es la autoafirmación individualista, sino la resistencia compartida para proteger a la comunidad, especialmente a los más débiles. 

Jacques Maritain, por su parte, invitaba a no pedir una vida fácil, sino valor interior: «No recéis por vidas fáciles. Rezad por ser hombres más fuertes». Para él, sin ciudadanos fuertes interiormente, capaces de sacrificio y perseverancia, ninguna institución democrática puede sostenerse. Y aún más: «No necesitamos una verdad que nos sirva, necesitamos una verdad a la que podamos servir», recordando que la fortaleza es servicio y no posesión. 

La Exhortación Apostólica del Papa León XIV -“Dilexi te”- hasta nos ofrece una traducción concreta de esto en la vida: el magisterio de los pobres. 

Aquí la fortaleza se convierte en la capacidad de defender a los más frágiles, de resistir las decisiones políticas y económicas que dejan de lado a los últimos, de construir comunidades que sean verdaderamente un hogar común. 

Es la misma perspectiva que anima la política entendida como servicio y no como poder cuando se mantiene fiel a su misión original: dar voz a los excluidos, defender los derechos de los más débiles, construir la justicia social. 

En este sentido, la fortaleza se convierte también en virtud civil: resistir a los compromisos que aplastan a los trabajadores, a las decisiones que penalizan a las familias, a las lógicas que convierten a los pobres en desechos, … 

En esta perspectiva, la fortaleza se convierte en un antídoto contra la fragmentación social que aísla a los individuos. 

Es la virtud de quienes no se rinden al «sálvese quien pueda», sino que eligen llevar la carga del otro: el voluntario que cada día asiste a personas mayores solas, el joven que dedica tiempo a los niños de los barrios más frágiles, la comunidad humana que organiza redes de proximidad, … 

No se trata solo de gestos de generosidad, sino de testimonios concretos de fortaleza comunitaria. 

Esta es la gran lección del personalismo: la fuerza no para cerrarse, sino para abrirse; no para sobrevivir solos, sino para resistir juntos. 

En una época que celebra la ligereza y la fluidez, la fortaleza puede parecer pasada de moda. Sin embargo, sin esta virtud —personal y comunitaria al mismo tiempo— la libertad se convierte en capricho y la sociedad se desmorona. 

La fortaleza, vivida en el espíritu del personalismo, es entonces la clave para transformar la soledad en vínculos, el aislamiento en solidaridad, el miedo en esperanza compartida. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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