domingo, 12 de octubre de 2025

Educar en la prudencia.

Educar en la prudencia

Vivimos en la era de la inmediatez. Un clic, una reacción impulsiva, un comentario espontáneo pueden bastar para generar hasta un tsunami de consecuencias. 

En las relaciones sociales, en la política, en la información, en la vida económica e incluso en la espiritualidad, a menudo domina la urgencia de actuar, la primacía del «hacer» sobre el «pensar», del instinto sobre la reflexión. 

Sin embargo, precisamente en esta época confusa, una de las virtudes más antiguas y con base bíblica se revela más actual que nunca: la prudencia. 

En el lenguaje común, la prudencia se confunde a menudo con timidez, oportunismo o, peor aún, con una forma de cobardía. Pero esto es una caricatura. 

La prudencia bíblica es todo lo contrario: es el arte del discernimiento, de la elección correcta en el momento adecuado. 

Es la capacidad de evaluar, de ponderar, de leer los signos de los tiempos, de escuchar antes de hablar, de construir en lugar de destruir. 

En el libro de los Proverbios, la prudencia se elogia como un bien precioso, estrechamente vinculado a la sabiduría: «El prudente actúa con conocimiento, el necio hace alarde de su necedad» (Proverbios 13,16). 

En el Nuevo Testamento, Jesús invita a sus discípulos a ser «astutos como serpientes y sencillos como palomas» (Mateo 10,16): una exhortación que encierra el sentido más elevado de la prudencia evangélica. 

La prudencia, de hecho, nunca es un arma de defensa egoísta, sino un instrumento de justicia y paz, basado en la inteligencia del corazón. 

En tiempos de crisis —económicas, medioambientales, sociales— la prudencia no es inmovilismo, sino capacidad de proyectar el cambio sin ceder a la ira o al optimismo ingenuo. 

Y es una virtud política, social y cultural. Es lo que permite no actuar por consignas o por conveniencia, sino por el bien común, con responsabilidad. 

En economía, la prudencia se convierte en atención a las consecuencias a largo plazo, frente a la miopía del beneficio inmediato. 

En política, es escuchar, estudiar, capacidad de mediación, a años luz del decisionismo vociferante. 

En la educación, es respetar los tiempos del otro, la gradualidad, la conciencia de que cada persona es un misterio. 

La tradición cristiana, desde San Agustín hasta Santo Tomás de Aquino, siempre ha considerado la prudencia como la «madre» de todas las virtudes cardinales, porque es la que orienta la acción hacia el bien. 

Sin prudencia, incluso el valor puede convertirse en temeridad, la justicia puede transformarse en venganza y la templanza en rigidez. 

Santo Tomás de Aquino escribe: «La prudencia no es tanto saber lo que es bueno, como saber cómo alcanzarlo en la realidad concreta». 

Es, por tanto, un acto de amor inteligente: porque quien es prudente quiere el bien y lo busca de la mejor manera posible, respetando los tiempos, las fragilidades y las complejidades de la vida. 

Ser prudente hoy significa no ceder a la cultura del «ahora o nunca». 

Significa no dejarse dominar por las emociones momentáneas, no dejarse llevar por las redes sociales, no juzgar basándose en un titular leído rápidamente. 

Significa, en cambio, ralentizar, observar, escuchar, preguntarse: «¿Qué es lo correcto? ¿A quién beneficia esta acción? ¿Qué consecuencias tendrá?». 

Es una virtud lenta, en una época rápida. Pero precisamente por eso es alternativa y revolucionaria. 

En una sociedad que premia la reacción y castiga la reflexión, educar en la prudencia es un acto contracorriente. Deberíamos enseñarla en la escuela, practicarla en la familia, exigirla en la política, cultivarla en la espiritualidad. 

La prudencia no es una renuncia, sino una conquista: la de una libertad madura, capaz de actuar no por impulso, sino por amor a la verdad. 

En un mundo en el que todo parece gritar, la prudencia nos enseña el valor del silencio que prepara la palabra adecuada, del paso que anticipa el camino correcto. 

Es la virtud de quien construye y no destruye, de quien piensa antes de decidir, de quien sabe que la verdad sin amor puede herir, y el amor sin verdad puede engañar. 

Y quizás hoy, para salvar nuestra convivencia social, el equilibrio ecológico e incluso nuestra humanidad, la prudencia es la primera virtud que debemos redescubrir. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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