lunes, 6 de octubre de 2025

Otra masculinidad la de Jesús de Nazaret.

Otra masculinidad la de Jesús de Nazaret


Jesús nace en una historia mediocre, la de Israel en su época, sin patriarcas, profetas ni reyes (cf. Mt 1,1-17), para ser el salvador de todos, empezando por los más pobres y necesitados, entre los que siempre —incluso hoy y también en los países más avanzados— las mujeres ocupan el primer lugar y son mayoría.

 

Sin embargo, a pesar de esta indudable Buena Noticia que concierne en primer lugar precisamente a quienes se encuentran en situación de desventaja, la masculinidad de Jesús ha sido durante siglos - ¡milenios! - un motivo para hacer que la Buena Noticia sea menos buena para todas las mujeres, que no son hombres como lo era Jesús, por lo que deben resignarse a pertenecer a la clase humana que menos se le parece, que no puede representarlo y que no puede indicar a Dios, porque, en el fondo, lo femenino es débil, deficitario, con dotes útiles o incluso indispensables, pero siempre irremediablemente secundarias.

 

El hecho de que Dios se haya encarnado en un hombre muestra todo esto con extraordinaria evidencia, sin necesidad de añadir nada más. Tal vez, y por aquello de endulzar la píldora, se dice a las mujeres que miren a María, porque así descubrirán que ellas también tienen un referente importante.

 

Ciertamente, un referente, el de María, que nunca podrán imitar, porque ninguna será virgen y madre, pero de todos modos pueden presumir de este prototipo de su género que todos admiran en la Iglesia y que todos consideran superior incluso a los Apóstoles y a los ministros ordenados.



¿Debemos resignarnos a que el Evangelio vuelva a proponer este tipo de jerarquías? ¿Debemos resignarnos también hoy, cuando tal clasificación evoca una discriminación que convierte a la Iglesia en un escándalo en lugar de en testigo de la comunión que Dios realiza?

 

¿Y si, en lugar de resignarnos, leyéramos mejor los Evangelios? ¿Si no nos detuviéramos en el hecho de que Jesús nació hombre sino que nos preguntáramos cómo vivió como varón?

 

¿Y si descubriéramos que la forma en que Él quiso ser hombre fue absolutamente liberadora para las mujeres, porque fue capaz de marcar el fin de toda jerarquía entre los sexos?

 

En parte, esto ya ocurre en la relectura que los evangelistas —quizás ignorantes del alcance que esto podía tener para el fin de la jerarquía entre los sexos— hacen de la historia de Jesús, acercándolo a la Sabiduría.

 

Él es la Sabiduría encarnada, la que jugaba con Dios y estaba con Él antes de la creación del mundo y que entra en la creación del mundo como lógica de todas las cosas, que luego los seres humanos deben descubrir y que Israel ve brillar en la Ley. Jesús es la que prepara un banquete para alimentar a todos, la que enseña la justicia y aleja el mal.

 

Quizás esta relectura de los evangelistas fue inducida por el estilo de Jesús, atento a la experiencia femenina, incapaz de despreciarla y, por lo tanto, dispuesto a tomar ejemplo de las categorías femeninas y de los encuentros con las mujeres para comprender cómo actúa Dios. Un hombre que no se siente autónomo y superior a sus hermanas mujeres, sino que busca su compañía, el diálogo, la fe que ellas viven.

 

Jesús fue un hombre que no tuvo miedo de explicar su obra a través de la experiencia femenina: preparar una comida, dar su cuerpo como alimento, saciar la sed con el agua que brota del pecho, sufrir para dar vida.

 

Jesús elige vivir fuera de los contextos sociales y religiosos de su tiempo, fuera de la estructura familiar patriarcal y sexista, fuera de la estructura religiosa (también sexista) y así puede inaugurar un nuevo estilo en el que hombres y mujeres pueden estar juntos en virtud de un discipulado compartido (cf. Lc 8,1-3, por ejemplo).

 

Sin roles, sin exaltación de la virginidad (Jesús nunca se ocupa de ello) ni de la maternidad (al contrario, tenemos la corrección por su parte de la mujer que exaltaba el papel maternal de María en Lc 11,27-28), sin sumisión, sin roles privados o domésticos, sin limitaciones, sin prejuicios, sin desprecio.

 

Cada vez que Jesús se encuentra ante una mujer, solo ve una hermana, una hija de Abraham, una persona necesitada de liberación o rica en sabiduría, ve un ser humano fascinante.


 

Y aquí se revela el corazón de la masculinidad a la que, si realmente tenemos que reconocerle una, deberíamos atribuirle esta especificidad: el ser atraídos por la feminidad.

 

Me refiero aquí a una atracción que no es principalmente sexual, sino al encanto de esa forma de ser humano diferente a la propia, que los hombres no tienen y de la que (independientemente de la atracción sexual y también de la orientación sexual) deberían sentir la necesidad para construir relaciones fraternas y liberadoras.

 

Jesús vivió así y las huellas de su estilo no son fáciles de borrar: aunque muy pronto en la Iglesia cobró fuerza otra forma de decir y otra forma de hacer, el Evangelio sigue siendo una fuente inagotable de buenas noticias.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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