La lección de otro samaritano - San Lucas 17, 11-19 -
«¿No ha habido nadie que volviera para dar gloria a Dios, excepto este extranjero?» (Lc 17,18). La pregunta de hoy es compleja.
El relato del evangelista Lucas nos pone en camino con Jesús. He aquí que se acercan a Jesús diez «leprosos», personas afectadas por enfermedades de la piel que, según el pensamiento de la época, eran consideradas «impuras», obligadas a permanecer fuera de los centros habitados, aisladas de todo tipo de vida social, privadas de todo reconocimiento como seres humanos. Obligadas a mantenerse alejadas de los demás.
Aquí se atreven a acercarse a Jesús, a ese maestro itinerante, pidiendo «misericordia». Piden que se les mire, que se les reconozca como personas, que se les devuelva su dignidad, su integridad.
Y Jesús los ve. Los ve, los reconoce como personas, no solo como «enfermos». Y les pide que cumplan la Ley: es decir, que se presenten ante los sacerdotes, que deberían reconocer su curación y decretar su readmisión a la normalidad de las relaciones, a la vida.
Los diez se ponen en camino confiando en su palabra. Y en el camino «quedaron purificados» (Lc 17,14). Al caminar, ocurre algo que los libera de esa opresión.
Sin embargo, de los diez, símbolo de toda la humanidad, solo uno «se ve curado» (Lc 17,15). Solo uno es capaz de mirarse y reconocer que algo ha ocurrido en él. Y reconoce que ese algo ha sucedido por obra de otra persona, de Otro.
Este hombre vuelve atrás para dar las gracias a Jesús. O mejor dicho, primero vuelve sobre sus pasos «alabando a Dios en voz alta» (Lc 17,15), como antes «en voz alta» (Lc 17,13) todos juntos se habían dirigido a Jesús.
De los diez curados, solo uno vuelve para dar las gracias. Solo uno reconoce, es consciente de haber recibido una palabra que lo ha liberado: su curación se convierte también en salvación.
Y la salvación es la restitución de su integridad, de su totalidad. Su mirada es capaz de reconocer al dador de todo bien, el origen del don de la vida. Y, como con todo don, de dar las gracias, de expresar su gratitud.
Asistimos a una cierta perplejidad de Jesús, que se pregunta por qué solo uno reconoce esto: ¿y todos los demás permanecen tan inconscientes? ¿Siguen tan encerrados en sí mismos? ¿El único que vuelve a él es el extranjero, el supuestamente lejano, el diferente?
¿Acaso Jesús pretende que se le dé las gracias? No.
Jesús remite a la posibilidad de mirarse a uno mismo, de leer en uno mismo lo que nos puede llegar de Dios, de los demás, de cambiar de perspectiva volviéndose, de reconocer que todo es un don.
De ponerse, por tanto, en una actitud de agradecimiento, una actitud de vida que sabe acoger y reconocer, y no retener.
Ciertamente, la curación no llega necesariamente, lo vemos a diario, en nosotros, a nuestro lado o lejos de nosotros. Sin embargo, algo puede cambiar: nuestra mirada. Una mirada que puede volverse más libre para acoger, que reconoce que todo nos es dado, una mirada capaz de agradecer, de dar gracias. Y la fuente de toda gracia es Dios mismo.
Quizás sea precisamente la capacidad de agradecer lo que nos salva, lo que nos hace felices.
No es necesario ser feliz para estar agradecido, sino todo lo contrario: si se está agradecido, también se es feliz.
Es una cuestión de mirada. No necesariamente cambia la realidad, pero nuestra forma de acogerla y llevarla puede ser radicalmente diferente.
Quizás esta sea la verdadera salvación: estar agradecidos, libres y contentos con lo que hay, sin estar tristes o enfadados por lo que falta. Y esto nos hace capaces de amar.
Esta es la verdadera fe, la que siempre nos levanta y nos hace capaces de recorrer el difícil camino de la vida: la confianza de ser nosotros mismos un don.
Y cada don es una semilla de esperanza, y por cada don se dice «gracias».
Y recordaba yo aquellas palabras de Georges Bernanos al final de su Diario de un cura rural - “¿Qué más da ya? Todo es gracia” - que dice el protagonista justo antes de morir en un vómito de sangre.
¿Somos conscientes de ello?
Permitidme una última consideración sobre la gratitud a partir de este relato evangélico.
Da gracias aquel que ha sabido verse curado. Es necesario el respeto (en el sentido etimológico de 'mirar atrás' - “respicere” -) para llegar al reconocimiento de lo que ha sucedido y, por tanto, al agradecimiento, a la gratitud.
Mirar atrás es también un trabajo de memoria, y la memoria es constitutiva por ejemplo de la Eucaristía, al igual que del movimiento humano de la gratitud: a menudo solo nos damos cuenta, después de mucho tiempo, de lo que debemos a las personas que hemos conocido en nuestro pasado y que han dejado huellas importantes en nosotros.
La capacidad de dar las gracias requiere tiempo: para el niño, requiere el desarrollo del sentido de la alteridad y el descubrimiento de que lo que otros han hecho por él en términos de cuidado, protección y amor no era algo que se le debía, sino algo gratuito.
En el caso de este relato evangélico podríamos decir que, si todos han sido curados de la lepra, solo uno lo ha sido de la ceguera (espiritual). El samaritano sabe ver lo que ha sucedido en su vida, reconoce que es gracias a otro que ha sucedido lo que ha sucedido y responde a este acontecimiento cambiando de camino: no va a los sacerdotes, sino a Jesús, y le da las gracias.
No hay nada ritual ni religioso en todo esto, todo sucede en el plano puramente humano. Y el Dios que el samaritano alaba es el que se ha manifestado en la acción del hombre Jesús.
Realmente Dios ya no está en el monte Garizim, donde los samaritanos celebraban el culto. Pero tampoco está en el Templo de Jerusalén, donde adoraban los judíos (cf. Jn 4,20-24), y del que ya habían tenido que salir los sacerdotes cuando la nube de la presencia divina se había apoderado de él (cf. 1Re 8,10). Ni qué decir tiene, por analogía, que tampoco en la Basílica Vaticana de San Pedro ni en nuestras Iglesias.
Sino en la humanidad de Jesús donde hay que reconocer la presencia de Dios. No en la mediación religiosa, sino en la inmediatez humana. La diferencia entre los nueve y este uno está en su saber ver y responder. Es una diferencia elementalmente humana, de actitud humana, de tomarse en serio lo humano.
Y, sin embargo, solo a este le dice Jesús: «Tu fe te ha salvado». Es decir, tu fe te ha colocado en la unidad, te ha dado integridad, sencillez, verdad humana. Tu fe se ha adherido a tu humanidad hasta formar un todo con ella.
De la fe y de la práctica de lo humano forma parte plenamente la gratitud, la capacidad de dar gracias. Las palabras de Jesús sobre la fe del samaritano significan que la salvación es verdaderamente tal si se celebra: el don de Dios es verdaderamente acogido cuando se sabe dar gracias por él, es decir, reconocer y confesar su origen. Solo en el agradecimiento se reconoce el don como don.
Ante el don de Dios no hay más que hacer que entrar en el agradecimiento, hacerse eucarístico (cf. Col 3,15), vivir en la acción de gracias.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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