Sobre la amistad: el encuentro con el amigo
Es al atardecer cuando se juzga una vida.
Y al atardecer de la vida, como dice San Juan de la Cruz, seremos juzgados por el amor. Será el amor el que dirá si la vida que hemos vivido ha sido o no una vida plena y digna.
Quien nunca ha sido un tú para alguien se va de este mundo convencido de haber vivido una existencia sin sentido ni valor. Se va vacío, porque nadie lo ha llenado nunca.
Al mismo tiempo, al no haber encontrado nunca a alguien a quien llenar y fecundar, nunca ha tenido una tierra en la que echar raíces y se va habiendo vivido como un nómada, sin patria ni hogar, sin pertenencia ni familia, sin dejar rastro ni herencia, en una palabra, sin haber podido dar nunca un sentido duradero a su vida.
Quien nunca ha encontrado un tú pierde la fe en sí mismo, ya no está seguro de su propio valor y belleza, ni siquiera de su propia existencia, porque es el amigo quien nos confirma en nuestra identidad y nuestro valor.
Sin un tú en el que volcarnos y reflejarnos, no podemos conocer ni nuestro valor ni nuestro límite. Por eso, quien nunca lo ha encontrado se abandona a la frenética búsqueda de la posesión, ilusionándose así con darse una identidad y un nombre, llenando el vacío existencial creado por la ausencia de relaciones. Quien nunca ha encontrado un tú trata a las personas como si fueran cosas.
No niego, en principio, que unas pocas almas elegidas puedan reconocer en Dios ese tú en el que volcarse y por el que ser llenadas, pero también creo que para la gran mayoría de nosotros, incluso los creyentes, incluso los hombres de oración, el tú que da sentido a nuestro yo es el de la amistad.
Una vida que nunca se ha dedicado a la aventura de la amistad me parece esencialmente desperdiciada, una vida que nunca ha sido iluminada por la mirada de un amigo me parece esencialmente oscura.
No es nada obvio que yo pueda encontrar un tú.
Vivimos en un mundo de relaciones, nos encontramos con decenas de personas cada día, y con muchas de ellas tenemos relaciones cordiales y afectuosas, pero aún así esencialmente genéricas.
Es raro que la persona con la que nos encontramos emerja de la gris niebla de lo genérico y lo indistinto para convertirse realmente en una persona para nosotros.
Cuando ocurre, es como una teofanía.
En ese momento, el otro se nos aparece en su milagrosa y casi sagrada preciosidad. Cuando encontramos a un tú, percibimos de manera oscura que estamos ante una imagen de Dios y puede que incluso nos invada la tentación de caer de rodillas y adorarlo.
Si esto ocurriera, sería una tragedia, porque al confundir la imagen con su significado la destruiríamos en su verdad de imagen, perdiendo de vista su sentido original, su referencia a un Amor-Más allá, que es el único que realmente puede saciarnos.
El amigo se convertiría entonces en nuestro ídolo —el más peligroso de todos los ídolos, porque es el más parecido al Dios verdadero— y, como toda idolatría, la amistad se convertiría en el fondo en una forma de posesión y manipulación, destruyendo así el objeto mismo de su adoración.
El encuentro puede producirse de dos maneras, puede seguir dos caminos, el de la manipulación o el del asombro.
Si actúo como un manipulador, tendré un objetivo predeterminado en el encuentro, lo que me interesará no será el otro en sí mismo, sino lo que quiero de él. De este modo, el encuentro se convierte esencialmente en una profanación, en privar al hombre de su carácter sagrado y exclusivo, en convertirlo en un objeto o un medio para alcanzar algún fin mío o para obtener algo de él.
Desde esta perspectiva, el encuentro se convierte en un problema técnico, y la pregunta que me planteo será: ¿qué es lo más eficaz que puedo hacer y decir para alcanzar el resultado deseado?
El drama es que, al hacerlo, el otro deja de existir para mí como persona. En mi mente, en mi percepción, ha cambiado irrevocablemente y se ha vuelto definitivamente diferente de lo que es. De esta manera, ya no me encuentro con el otro, sino con mi idea de él. La manipulación consistirá precisamente en el intento de hacer coincidir mi idea del otro con la realidad.
Sin embargo, no hay manipulación que me permita llegar al centro del otro, a ese corazón del corazón, a esa intimidad profunda que es el ethos de cada uno, la sede de los valores, el santuario del que emana la libertad.
Por supuesto, es posible que el otro se deje manipular, pero al hacerlo se vuelve profano consigo mismo, prohibiéndose el acceso al santuario interior, que así queda cerrado también para él, que al ceder a la manipulación ha terminado por perder su propia identidad, por olvidar quién es, cuáles son sus objetivos y sus esperanzas, como aquellos que se dejan seducir por el canto de las sirenas.
Por eso la manipulación es, en última instancia, un fracaso, porque incluso cuando el otro acepta ser manipulado, nunca se convierte en un tú para mí, ya que al aceptar ser manipulado se ha convertido en un objeto y ha dejado de ser un yo.
Solo el asombro nos permite captar la verdad del otro en el encuentro.
El encuentro con un tú al principio es siempre una experiencia de contemplación, un instante perfecto en el que vemos aparecer por primera vez el rostro del otro. Y no es raro que, como Pedro, al asistir a esta transfiguración, también nosotros deseemos construir tres tiendas y permanecer en ese lugar, en ese instante: «Quédate, Señor, eres tan hermoso».
¡Pues hagámoslo! Superemos el miedo a aventurarnos en la contemplación del rostro del amigo, en él no nos perderemos, al contrario, veremos reflejado en sus ojos nuestro propio rostro en su verdad, mientras que estaríamos realmente perdidos, y definitivamente, si nos ilusionáramos con poseernos sin este momento de ek-stasis, sin este instante en el que salimos de nosotros mismos sin red, sin seguridades, sin defensas.
Cuando finalmente se vislumbra el rostro del otro, ese rostro que tal vez ha permanecido oculto durante años ante nuestros ojos, se intuye, como hemos dicho, su carácter de sacramento, de signo sagrado del Amor. En ese momento, la reacción más natural, inmediatamente después del asombro, es la gratitud.
De hecho, se comprende que ese tú, precisamente ese tú único y muy especial, es un don, un don que se me ha dado a mí, única e imprescindiblemente a mí. ¡Dios me ha dado una persona! En el misterio de su amor, Él me ha reservado a mí, pequeña chispa perdida ante el resplandor de su sol imperial, una persona a la que amar y custodiar, en la que habitar y que me habite.
Vendrán otras amistades, se encontrarán otros tú, y este mismo tú que me ha sido dado tendrá a su vez otras relaciones y vínculos, pero el don que nos une, el vínculo que nos hace únicos el uno para el otro, eso es verdaderamente irrepetible, reservado solo para nosotros dos, nunca podrá repetirse ni replicarse con nadie más.
Por eso, del encuentro surge espontáneamente la gratitud por el don recibido y ¡ay de quien quiera apoderarse del don, es tan frágil! Si intentara replicar este instante artificialmente, tratando de reproducir las circunstancias o los momentos del encuentro, inevitablemente lo banalizaría destruyéndolo, perdería ese carácter milagroso que lo convirtió en un acontecimiento fundacional, perdería su dimensión sacramental, su ser signo que me remite más allá.
No queda más que esperar. Los amigos siempre se esperan.
No queda más que esperar a que el Sumo Donante quiera una vez más regalarnos el uno al otro. Así, el movimiento de la amistad consiste en este continuo recibirse y devolverse, «gratuitamente habéis recibido, gratuitamente dad». Por eso la amistad es virginal en su esencia, porque excluye radicalmente toda forma de posesión.
En su carácter sagrado de revelación, de teofanía, el encuentro con un tú me invita a «quitarme las sandalias», como Moisés ante la zarza ardiente. Significa que en la «tierra» que es el otro se entra descalzo, sin protección, viviendo toda la experiencia, incluso la dolorosa (los pies descalzos se lastiman), significa que se renuncia a los símbolos del propio estatus social (los zapatos los llevan los ricos), rebajándose, humillándose, significa que se está dispuesto a cambiar, que se abandonan las propias seguridades.
En una palabra, la amistad es una formidable llamada a la conversión, porque el amigo no se limita a revelarme la verdad sobre mí mismo, sino que me muestra lo amable y hermoso que soy a sus ojos, sacando así de la poza negra de mi alma todo lo mejor, mostrándome el camino para crecer y animándome en el camino.
Al contemplar el amor del amigo, desearé mejorar continuamente, para poder corresponder de alguna manera a su amor.
Por eso, el encuentro es siempre el comienzo de una aventura. Cuando ocurre, se tiene la sensación de estar en el umbral de un cambio importante en la vida. Es como el momento que precede al big bang, se percibe una concentración de energía vital que ya contiene in nuce toda la historia que se desarrollará posteriormente en esa amistad.
Por supuesto, en esta fase todavía se trata de un mero potencial, que también podría dispersarse, porque la amistad es una alquimia difícil y no es seguro que el tú que por un momento se me ha revelado sea realmente aquel con el que caminaré durante un tramo más o menos largo, esperemos que para siempre, en el camino de la vida.
Podría ser, de hecho, que el sentido profundo de esa aparición divina se haya concluido en sí mismo, que su tarea fuera solo despertarme, sacarme de la cueva para aventurarme en el mundo de las relaciones, cada encuentro es una historia en sí misma.
Pero tanto si su potencial debe expresarse por completo en un momento de perfecta claridad como si debe desarrollarse a lo largo de toda una vida, la sensación del cambio que el otro ha provocado en mí es clara.
Si he encontrado a un tú, sé que mi vida a partir de ese momento ya no será la misma.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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