A propósito de las homilía en los funerales... y en todas las celebraciones litúrgica
La narración homilética no es una empresa sencilla, pero la complejidad del momento no debe llevar a justificar cada palabra ni a caer en simplismos improvisados.
La homilía no debe confundirse en absoluto ni con la exégesis bíblica ni con la catequesis teológica. La homilía, como acción litúrgica, es una narración que sumerge a toda la asamblea (y a la persona que dice la homilía) en la conciencia y la tensión, no moralista, de cómo Jesucristo se compromete en su experiencia de «hijo amado»: una inmersión real en lo que la tradición ha llamado los «misterios de Cristo». También es bien sabido que las narraciones religiosas siguen siendo ambiguas porque, al igual que las palabras de las narraciones mitológicas, conservan en sí mismas lo indecible y lo no contado -es decir, la experiencia religiosa-. Y la experiencia de la fe cristiana también permanece indecible porque indecible es Dios mismo en nuestras vidas.
Ahora bien, lo que me interesa ahora no es la comprensión de la dinámica homilética como «acción» y como «acción narrativa».
Lo que me interesa aclarar es que las narraciones homiléticas ya no pueden presentar una imagen de Dios que se relacione más con una teología de la «predestinación determinista» (en realidad siempre insostenible) y con una teología martirio-céntrica para la que «el sufrimiento es un signo de la benevolencia de Dios».
Es evidente que estas narrativas, después de la teología del siglo XX, tras la auto-comprensión del Concilio Vaticano II, después del paso del «teísmo determinista-aristotélico» a un «teísmo cristiano» en el que la libertad de las causas y de las conciencias, en lugar de estar necesariamente dirigidas por un «ojo supremo» o un «motor inmóvil», están implicadas en una historia de relación intersubjetiva entre la experiencia del individuo y la experiencia de Cristo. Todas las demás narraciones deterministas son totalmente ruinosas, oscuras y, en una sola palabra, erróneas.
Pensar en trazar una línea divisoria entre el sufrimiento de una persona y la elección divina forma parte de un planteamiento narrativo fatalista determinista-existencial que se remonta ambiguamente a teologías… por llamarlas de algún modo… ya superadas definitivamente, y a Dios gracias.
El tipo de narración homilética ha de ser capaz de desplazar su centro de gravedad del concepto aristotélico de «omnipotencia» («Dios lo puede todo y todo lo que sucede es querido por Dios», traducido inversamente con el famoso «nada se mueve que Dios no quiera») al concepto revelado, no filosófico, de omnipotencia (revelado en la historia del Crucificado-Resucitado) que nos recuerda cómo, en todo lo que sucede (sin determinismo) Cristo sigue viviendo, con presencia amorosa, en nuestras experiencias.
Y en esta dinámica cristológica, incluso el «Padre» (es decir, el «Origen» de la vida), en lugar de ser «el que mueve los hilos» de las existencias de los individuos considerados nada más que «marionetas», es esa fuente inefable de vida que presiona para que la vida se oriente siempre en su amor, en su espíritu, realizado en esta historia humana por la historia vivida de Cristo.
En una palabra, Dios es omnipotente no porque decida todo lo que debe suceder (determinismo) sino porque sigue siendo la fuente de la vida y de su poder en todo lo que sucede.
Así pues, es un planteamiento teológicamente erróneo considerar, por ejemplo, que las células cancerosas están determinadas por una «causa divina» directa (causa necesaria de memoria aristotélica) en lugar de comprender que, más allá de que por causas diversas y no «deterministamente necesarias», las células enloquecidas provoquen tumores (y esto puede ocurrir y no ocurrir), nuestra existencia permanece consagrada a la experiencia de Cristo, que nace, que crece, que reza, que alaba, que sufre, que no comprende inmediatamente lo que le sucede, que llora, que está aterrorizado «hasta la muerte», que se entrega a la fuente de su vida con su último aliento.
La narrativa determinista, en cambio, fomenta «visiones demoníacas de Dios». Este enfoque pasa por alto una visión cristocéntrica de la experiencia religiosa y humana.
Si las palabras homiléticas, incluso en su legítima ambigüedad y poeticidad, no son capaces de salir del determinismo, sólo serán palabras falsas, dañinas y demoníacas que hacen revolverse a los muertos en sus tumbas y condenan a los vivos que lloran a los muertos. Y no sólo serán palabras vacías (y hay demasiadas), sino dañinas: palabras que no resucitan ninguna «Palabra», creando vacío y, lo que es peor, pánico e ira.
La liturgia debe volver a descubrir su cristocentrismo: estar en Cristo.
Es de desear que las homilías redescubran la narrativa cristocéntrica: permanecer en Cristo, en sus sentimientos (cf. Flp 2,6).
Y que al menos a nuestros muertos (en la esperanza cristiana «elegidos» porque con, por y en el «hijo elegido») se les permita «dormir» en la muerte de Cristo que todo lo abarca y nada determina y preordena, y menos aún «el sufrimiento de sus elegidos».
Y en todo caso, siempre conviene recordar que hay veces que convendría que algunos se aplicasen aquella frase de Jorge Luis Borges que decía: “No hables a menos que puedas mejorar el silencio”.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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