Alimento del pensamiento, alimento del alma
“El hombre es lo que come”, recordaba Feuerbach. Estos datos no se refieren sólo al alimento material, sino también, y quizás sobre todo, al alimento espiritual. No es necesario recurrir al bíblico «no sólo de pan vive el hombre» (Dt 8,3; Mt 4,4) para darnos cuenta de que nos nutrimos no sólo del alimento que introducimos en nuestro cuerpo, sino también de las «palabras», de los pensamientos, de la cultura que asimilamos a través de la lectura, de las relaciones personales y de las interpretaciones de los acontecimientos de nuestra vida cotidiana.
Estamos moldeados por la cantidad de “alimento para el espíritu” al que tenemos –o no tenemos– acceso. Y así como existe un mínimo vital de nutrición, también existe un umbral mínimo de alimentación para el alma que no podemos ignorar, so pena de algunas patologías espirituales irreversibles.
Si acostumbramos nuestra interioridad a una anorexia progresiva, si negamos a nuestra mente el enriquecimiento de nutrientes sabiamente equilibrados, nos encontraremos con una vida interior vaciada de sentido, empobrecida de sus potencialidades, condenada a un deterioro progresivo.
Por el contrario, si en las garras de la bulimia espiritual no dejamos de tragarnos todo tipo de emociones, si no somos capaces de abstenernos de aumentar constantemente la dosis de sensaciones estimulantes, si permitimos que todo tipo de pensamientos no sólo aparezcan en nuestra mente sino que la invadan, entonces seremos incapaces de mantener un alma recta.
¿Cuál es entonces el alimento espiritual diario indispensable para la vida de un cristiano?
“Toda palabra que sale de la boca de Dios” es la respuesta obvia, pero quizá debería ir precedida de una pregunta preliminar.
Antes de ingerir un alimento en nuestro organismo, hacemos un discernimiento –a veces heredado, otras veces fruto de un examen personal– para saber si es comestible o no, si es compatible con nuestras creencias éticas o con alergias reales o imaginarias, si podemos tomarlo tal y como se encuentra en la naturaleza o si tenemos que “cocinarlo”.
Al fin y al cabo, es a través del acercamiento a los alimentos desde los recién nacidos, desde la leche materna hasta los primeros alimentos sólidos, que desarrollamos el concepto del bien y del mal, inicialmente vinculado al gusto y luego aplicado progresivamente al ámbito ético.
Algo similar ocurre también con el alimento espiritual: antes de nutrirnos de él, debemos preguntarnos si nos hará bien o mal, si debemos procesarlo adaptándolo a nuestra condición o si podemos percibirlo como inmutable, si confirma, critica o desmiente lo que hasta ese momento hemos considerado como adecuado para nuestro equilibrio y nuestro bienestar.
Una vez realizado este discernimiento –que no puede realizarse de una vez por todas, sino que debe renovarse con cierta regularidad–, como cristiano podré acceder al alimento espiritual por excelencia, precisamente la “Palabra de Dios”.
¿Pero dónde puedo encontrarlo, dónde puedo conseguirlo? En la Biblia, por supuesto, que sé por fe que lo contiene. Y las Sagradas Escrituras que la componen —escuchadas en asamblea, leídas en soledad, meditadas en silencio— me proporcionan el alimento espiritual que necesito cada día. Pero Dios habla a todos y cada uno de nosotros, incluso más allá de las Escrituras.
Por otro lado, a través de la conversación íntima tejida con la conciencia: esa voz interior que ha adquirido un lenguaje muy personal, timbres, tonos a través de acontecimientos imponderables y personas conocidas, sus relaciones conmigo, sus enseñanzas, sus experiencias... Esa voz que se ha hecho mía a través de la escucha paciente, la conservación del silencio, la relectura de lo que sucede en la vida cotidiana, el "pensar" en mí y en mi vida con los demás, la oración como invocación del Espíritu y la búsqueda de la mirada de Dios sobre las realidades visibles.
Pero el Dios de Jesucristo habla también más allá de las Escrituras, a través de lo que otros han podido extraer de su Palabra: a través de los escritos y comentarios sobre la Biblia, por supuesto. Padres de la Iglesia, autores espirituales, profetas y teólogos consiguen a veces contar el Evangelio eterno con lenguajes nuevos, extraer de ese tesoro inagotable «cosas viejas y cosas nuevas» (Mt 13, 52).
Pero más aún llegamos al “más allá” de la Palabra a través de aquellos pasajes del Evangelio que son la vida de los hombres y mujeres de Dios, sus discípulos y testigos, los santos de los que se hace memoria universal y que son recordados sólo por quienes los conocieron personalmente. Son la reserva de alimento para el pensamiento que nunca se agota, siempre que acepte recurrir a ellos en el camino de búsqueda del sentido que es la vida humana.
Son ellos quienes me remiten a la Palabra de Dios contenida en las Escrituras, a ese cofre del tesoro del que san Benito en su regla para los monjes afirmaba: "¿Hay en el Antiguo o en el Nuevo Testamento una página o una palabra de autoridad divina que no sea norma correctísima de vida humana?". Allí siempre encontamos alimento para el pensamiento y el alma, siempre podemos acceder al alimento esencial, a ese “pan de ayer que sirve mañana”.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Eskerrik Asko, Joseba muy bien y oportunos tus comentarios evangélicos y de actualidad: Zorionak!
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