La fragilidad de Jesús
Para los devotos, los excesivamente devotos, hablar de la
"fragilidad" de Jesús puede parecer peligroso o incluso irreverente.
Casi como un ataque devastador a su divinidad. Pero seríamos falsamente devotos
del misterio que habita en Jesús si, quitando de Él con desdén toda sombra de
fragilidad, termináramos borrando toda sombra de verdadera humanidad. ¿Y
deberíamos acaso llamar a la fragilidad de Jesús una sombra? ¿O no es nuestra
naturaleza ser frágiles?
Hay fragilidades en nuestra naturaleza que debemos superar, aunque sea con dificultad, hay otras que simplemente debemos reconocer. Con sinceridad. En sinceridad hacia Dios y hacia uno mismo.
Esta discutible manera rapsódica de hablar de Jesús y de su fragilidad proviene de reflexiones que surgen de las páginas de los Evangelios. Mis palabras no tienen pues pretensión de síntesis teológicas, sino que siguen preguntas y provocaciones que se persiguen sin remedio a través de las páginas y luego hasta el corazón del lector común del Evangelio. Pensamientos esperando otros pensamientos.
Nacido de mujer, escribe San Pablo. Del vientre de una mujer. Frágil ese recién nacido humano, frágil el vientre, como todos los vientres de mujer. Se deslizó en un contexto de fragilidad, una lámpara tenue en la mano de José, tal vez su otra mano -imagino- sosteniendo tiernamente la de María, dándole un empujón de fuerza en la agonía del parto. Frágil, indefenso, el bebé, necesitado de pañales, de calor, de leche, la de su madre. Nacido de mujer. Una mujer que lo introdujo, lo sacó a la luz, en el territorio de la fragilidad.
De esta manera, una mujer, su madre, le introdujo a la fragilidad del cuerpo. La cual Él saboreó y vivió como todos nosotros. Estaba tan cansado que se quedó dormido, y profundamente dormido, en el barco durante la travesía nocturna del lago y ni siquiera la tormenta de las olas pudo despertarlo. Se sentía cansado e incluso sediento. Ese mediodía, durante uno de sus viajes por la región, sintió una punzada de sed. Sentado cansado junto a un pozo en Samaria, le pidió agua a una mujer que buscaba pozos. Como todos nosotros, no se libró del hambre, como narran los Evangelios: era de mañana, la víspera de su entrada en Jerusalén a lomos de un asno, aquella mañana al salir de Betania tenía hambre, pero la higuera a la que había dirigido su mirada tenía bellas formas pero estaba vacía de fruto. Estaba decepcionado.
A veces sus fuerzas físicas no lo podían soportar, como se dieron cuenta aquel día, a las afueras del Pretorio, cuando obligaron a un hombre de Cirene a llevar su cruz detrás de él. Yo diría, yendo más a fondo, como todos nosotros, frágiles en el territorio de los afectos, las emociones, los sentimientos.
No era una roca inmóvil, ni un roble con ramas impasibles al aullido de las tormentas. No era cuadrado como aquellos que hacen alarde de indiferencia ante los asaltos de la vida, sino que pagó a lo largo de sus días deudas de fragilidad, como nos sucede a cada uno de nosotros.
A veces, lo que le sacudía, lo que le amargaba hasta el punto de hacerle estallar impetuosa y dolorosamente, casi sin freno, era nuestra degradante torpeza: "¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?"
Ciertamente, no se preocupaba de mantenerse en un secuestro absoluto de sus sentimientos, ese secuestro que en ciertos hombres de espíritu parece a veces, o a menudo, rayar en la impasibilidad. No importa el cuidado que se le dé a la ignición de la indignación, ni el cuidado que se le dé a la ignición repentina de los sueños, si es debilidad. Y si dejarse llevar por los estallidos sigue siendo en el ánimo de alguien un síntoma de fragilidad, Jesús no puso en práctica ningún ejercicio para escapar de ello.
Su predicación sin diplomacia, sobre todo hacia las autoridades religiosas, tenía tonos ásperos y duros, casi despiadados, sin disimulo y sin contención, dando como resultado oposiciones igualmente duras y violentas, señales para Él de una muerte anunciada. Ocurría también que a veces los mismos discípulos le invitaban a moderar el tono. Pero se resistía a cualquier invitación que pareciera una rendición a los cálculos humanos. Él estaba interesado en Dios, Él estaba interesado en la defensa total de nuestra dignidad humana. Franqueza sin moderación, a prueba de muerte. Lejos, pues, de lo políticamente correcto.
Le consumió, sin moderación alguna, el celo por la casa de Dios, por el verdadero rostro de Dios y del hombre. Y todos recordamos lo que ocurrió a medida que se acercaba aquella Pascua. Un gesto deliberado. San Juan anota el detalle de Jesús anudando las cuerdas para hacer un látigo: "luego hizo un látigo con las cuerdas...". Lleno de celo, expulsó a todos del Templo, junto con las ovejas y los bueyes. Y no se limitó, no se contuvo, no le bastaron las palabras: «Arrojó al suelo las monedas de los cambistas y volcó sus mesas; y a los que vendían palomas les dijo: ¡Quitad esto! ¡No hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio!» ¿Frágil ante las emociones?
Lejos también del ideal del hombre de espíritu que cuida mucho el arte del autocontrol, distanciándose de toda forma de exceso incluso en sueños. Por falta de fidelidad a la realidad. ¿No es cierto que un día los discípulos, al regresar de comprar alimentos en el pueblo más cercano, lo encontraron hablando con la mujer samaritana, tan absorto en el agua que su palabra había desenterrado del corazón de la mujer, que se abandonó a soñar visiones? Bajo ese cálido sol los invitó, sorprendiéndolos mientras contemplaban con meses de antelación campos de trigo dorado. ¡Cuántos maestros espirituales le habrían gritado que se cuidara de esas exaltaciones delirantes que exigían un mínimo de moderación!
Los Evangelios, a diferencia de lo que habríamos hecho nosotros para que no apareciera en Él ninguna sombra de “debilidad”, no ocultan, no censuran, sino que relatan sin vacilación sus penas.
Una perturbación hasta el punto de hacer llorar. Ciertamente no era el tipo de hombre fuerte, el que no se enoja, que mantiene su perfil alto ante cualquier eventualidad. Conmovido hasta las lágrimas, narra el Evangelio. Llorando por la muerte de un amigo. Tampoco se molestó en ocultar lo que algunos todavía llaman fragilidad y debilidad. Abiertamente. Todos lo vieron y todos dieron testimonio de lo mucho que amaba a Lázaro.
La fragilidad del alma atribulada. Hay quienes nunca dejan que su alma se perturbe, imperturbable, hay quienes ocultan su turbación. Hay quienes, como Jesús, sufren el tormento, la tortura, la aspereza en su piel desollada, sienten temblar el corazón y lo confiesan sin falsa modestia.
No tengo grande cualificación teológica que pueda sustentar una tesis, pero siempre me ha llamado la atención la comparación entre el relato de las tentaciones que sufrió Jesús durante los cuarenta días que pasó en el desierto y el relato de las tentaciones que sufrió Jesús durante su existencia y en particular en la última parte de su vida.
El relato del desierto parece borrar toda figura de fragilidad. Me preguntaba si los evangelistas, queriendo contar la victoria sobre la tentación, no habían subrayado la extrema libertad luminosa del Rabino de Nazaret que escapa y fascina a todo engaño y rapto. Me he preguntado si los evangelistas, en su intento de hablarnos del acto extremo, conclusivo, victorioso de las tentaciones, no cayeron al mismo tiempo en la necesidad, quizá involuntaria, de callar el recorrido psicológico y el tormento que marcó severamente también el cuerpo, la mente y el corazón del Señor en el camino hacia un acto semejante de libertad y de amor, ¡extremo!
Según los Evangelios, ciertamente no podemos decir que Jesús afrontó decisiones, especialmente las extremas, con un espíritu audaz, sino más bien pagando un alto precio por la fragilidad humana. Una elección hecha a un alto precio dentro de una deuda de debilidad reconocida y confesada. Dentro de una deuda de perturbación verdadera y no fingida.
Mis pensamientos vuelven a un día que ya olía a pasión por Jesús, pasión extrema. La Pascua estaba cerca. Entre los que acudieron a adorar había también griegos. ¿Tal vez no judíos? ¿O quizás prosélitos? No lo sabemos. Sin embargo, ellos no son gente del recinto, no pertenecen al recinto de Israel. Se sienten atraídos por un deseo. Ver a Jesús: «Señor, queremos ver a Jesús», le dicen a Felipe. Quieren ver a Jesús. Y no son de los de cerca, de los de dentro. Felipe se lleva a Andrés consigo y los dos van a hablar con Jesús sobre el asunto. Pero él responde de forma enigmática. Él responde: «Ha llegado la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado».
El trono de gloria para Él es la cruz. La cruz para Él era el lugar -es paradójico decirlo- de máxima atracción: «cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». Es como si Jesús pensara: ¿También vendrán los paganos? ¿Ellos también se sienten atraídos? Pero entonces se acerca la hora de la cruz, la hora de la mayor atracción que puede haber. ¿Qué verá ese grupo de griegos? Verán caer un grano de trigo en la tierra. Jesús tiene ante sus ojos la historia del grano de trigo.
Pues bien, no afronta la hora de su muerte con cara despreocupada, como si se tratase de un tránsito natural. No, Él también está enojado. Perturbado por estos griegos que con su presencia le recuerdan que la hora del descenso a lo profundo de la tierra está cerca. Y Jesús se revela, se revela en su turbación, en su fragilidad. No es como nosotros que hipócritamente, por una falsa imagen de espiritualidad, queremos exhibir una fe sin perturbaciones. Él dice: "Ahora mi alma está turbada". Y también estaría tentado de posponer esa hora.
Y añade: "¿Qué diré entonces? Padre, líbrame de esta hora. Pero para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica a tu Hijo". Jesús no pide ser protegido sino glorificado. El bosque se convertirá en el lugar de gloria. Acepta su hora, pero después de haber atravesado sin reservas el mar de las turbas del alma, el mar de su fragilidad.
Pues bien, para alguien como yo, que como pobre cristiano intenta seguir a Jesús y su vida, y dejarse influir de algún modo por ella, es fuente de no pequeño consuelo el que el mismo Jesús, en su camino hacia la cruz, experimentara fragilidad y turbación. Lo confieso, lo habría sentido menos cerca de mí, menos compañero de viaje, si no hubiera compartido mis angustias, si hubiera caminado hacia la muerte con paso valiente, como un héroe, el hombre fuerte cuyo corazón no tiembla.
He leído en los Evangelios que, en el huerto, en vísperas de su muerte, «comenzó a tener miedo y a angustiarse». Confesó su tristeza: «Ahora», dijo, «mi alma está triste, hasta la muerte». Y los olivos le vieron sudar la sangre de la muerte.
Siendo el Mesías se inclinó sobre las debilidades de los humanos, habitó nuestra existencia, tienda frágil, sábana de viento. Él habitó nuestra frágil carne.
Habitó la fragilidad, incluso la fragilidad extrema, me atrevería a decir, con un nombre que aparece constantemente, una conexión intrigante, en la hora de la debilidad: “Padre”.
"Padre" a la hora de la llegada de los griegos: "Ahora mi alma está turbada. ¿Qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Padre, glorifica a tu Hijo".
“Padre” de nuevo en la noche de los olivos: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
“Padre” en la hora de la cruz después del grito que hirió el cielo, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, grito, extrema fragilidad. Después del grito, de la invocación desgarradora, clamó también en fuerte voz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Una fragilidad entregada a la oración, levantada por la confianza en un Padre que no abandona a sus hijos en su grito.
Lo que nos conmueve en la oración de Jesús es su perseverancia, a pesar de todo, en llamar a Dios Padre, con una confianza que nos estremece: «¡Abbá!».
Nos estremece y nos enseña una imagen más auténtica de la oración. En un dilema: ¿rezar para ahorrarnos los pasajes cansados, las tempestades de la vida o rezar para no desfallecer, para no sentirnos solos y abandonados en la travesía? Como nos hace orar el salmo: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo» (Sal 23,4).
En su fragilidad, Jesús buscó el rostro de Dios para buscar apoyo. Pero, por amor a la verdad, hay que añadir que en su momento de fragilidad buscó también el rostro de los amigos, sin ocultar en lo más mínimo su profunda necesidad de cercanía, incluso humana. Mendigo de amistades y afectos.
La historia del jardín cuenta su salida en busca de sus amigos y la desolación de encontrarlos dormidos, como si no estuvieran allí. Tres veces se describen esos pasos de búsqueda, tres veces se narra la decepción: «Vino y los encontró durmiendo... volvió y los encontró durmiendo... vino la tercera vez y les dijo: «Dormid ya y descansad. ¡Basta! Ha llegado la hora: he aquí, el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos y vámonos!».
Su fragilidad, como la nuestra, anhela ser reconocida y levantada por quienes le aman. Los Evangelios nos cuentan que Jesús, en los primeros días de la semana que vieron su pasión y muerte, buscó refugio, un refugio del corazón, pasando las tardes y las noches en Betania, en casa de amigos. La puerta se abrió para el amigo, el amigo que sintió la presión, ahora cercana, de la cruz.
¿Y no fue precisamente en Betania, al inicio de aquella semana anunciada como decisiva, decisiva de muerte para Jesús, una mujer amiga, María, en aquella cena tomó conciencia, ella sola, del secreto que pesaba en el corazón de su amigo y maestro, ahora que la soga estaba a punto de asfixiarlo de una vez por todas?
¡Y lo bañó de besos, de caricias y de lágrimas! ¡Y lo ungió y lo perfumó con un perfume que hizo que todos gritaran por el exceso de desperdicio! Y Jesús, delante de los discípulos, tan lejos de comprender lo que sucedía en su corazón, la defendió: ella había venido, con los ojos de quien ama, a vislumbrar, a comprender, a acoger una secreta necesidad del corazón. Un don, para quien atraviesa la oscuridad de la fragilidad, que lleva una pequeña luz, siquiera vacilante, para el corazón de un amigo.
Un regalo inestimable es tener a tu lado a alguien que sepa leer tu corazón, alguien que vele por tu angustia, consciente de que lamentablemente no puede borrarla, pero dispuesto a llevarla contigo. Jesús parece estar describiendo la imposibilidad de una fe que nos lleva presuntuosamente a declarar que Dios es suficiente para nosotros. Él también buscó el rostro del Padre. Y buscó los rostros de sus amigos. Y encontró los besos y las caricias de una mujer.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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