sábado, 22 de marzo de 2025

Debilidad evangélica y fragilidad humana.

Debilidad evangélica y fragilidad humana 

El gran monje Bernardo de Claraval acuñó una exclamación notable: «Optanda infirmitas!», «¡Oh deseable debilidad!» (Discursos sobre el Cantar de los Cantares 25,7). 

En la vida de cada uno de nosotros, de hecho, es crucial la experiencia de la debilidad, experiencia inevitable que puede darnos la conciencia de no ser Dios, sino criaturas “menesterosas”, necesitadas cada una de la presencia y del cuidado del otro. Una experiencia que puede preservar, si la ceguera no es dominante, del orgullo, del narcisismo y del culto egoísta al propio “yo”. 

Lamentablemente, sin embargo, sobre todo en el ámbito cristiano, en lugar de captar toda la posible felicidad inherente a la debilidad, a menudo se entonan himnos a la fragilidad. Hay mucha confusión en el lenguaje de la debilidad, de la fragilidad y de la vulnerabilidad, y esto ciertamente no favorece un camino auténtico de crecimiento humano y cristiano. 

El énfasis con el que se habla de la fragilidad y se invoca como justificación de muchos comportamientos es sólo una estrategia para capturar a las personas frágiles y ejercer sobre ellas un poder y una atracción que no encajan en el espacio de la caridad y la solidaridad. 

De hecho, es necesario ayudar a las personas frágiles a acceder a la fortaleza, que es, significativamente, una de las cuatro virtudes cardinales. Su fragilidad invita más bien a quienes los encuentran a aprender a sentirse vulnerables: ¡vulnerabilidad no es fragilidad! 

Al despojarse y abajarse en Jesucristo (cf. Flp 2,6-8), Dios se hizo vulnerable, verdadero hombre con vida en la carne (sárx: Jn 1,14), y así se mostró solidario con nosotros hasta la muerte. Las llagas, los estigmas de la Pasión, que quedaron también en el cuerpo glorioso de Cristo resucitado, hablan para siempre de esta vulnerabilidad de Dios. 

Sí, en nosotros los humanos la vulnerabilidad es lugar de encuentro con Dios y con los demás: por eso no es una debilidad, sino nuestra fuerza. Así podemos entender la palabra paradójica del Apóstol: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,10). 

La vulnerabilidad significa la capacidad de ser herido, la apertura y la exposición a los demás, y surge de la confianza, la renuncia al control, el deseo de estar abierto a los demás. De la vulnerabilidad nace la fraternidad, porque cae el muro de la indiferencia, desaparece el velo de la ley (cf. 2 Co 3,13-16) y el corazón de piedra se transforma en corazón de carne (cf. Ez 11,19; 36,26). 

Por eso no es la fragilidad lo que hay que buscar, porque ella, como todo mal y toda pobreza, nos la da la vida y los acontecimientos en los que estamos inmersos. Más bien, debemos buscar la fuerza, liberarnos de la fragilidad y vivir plenamente. La fragilidad no debe ser pues una coartada para ocultar la impotencia o la incapacidad de tomar las riendas de la propia vida. 

Vivir requiere confiar en la vida, luchar por la vida y amarla con todas las fuerzas. La existencia de cada uno de nosotros no está hecha de acciones heroicas y prodigiosas, sino que pierde sabor y sentido si se entrega a la fragilidad, a la indolencia, a la inercia, a la inconclusión. 

Y la virtud de la fortaleza –que quede claro– no tiene nada que ver con la dureza o la violencia, porque exige una lucha contra los impulsos mortales que habitan en el corazón humano: exige valentía, audacia, decisión y sobre todo perseverancia, con la que –nos dijo Jesús– es posible «salvar» la vida (cf. Lc 21,19). 

Es por eso que es más necesario que nunca estar vigilantes para no dejarnos seducir por estas constantes justificaciones de la fragilidad, también porque la experiencia nos dice que muchos terminan utilizando egoístamente la fragilidad de los demás, siempre defendida, para así defender la propia. Les encanta explotar las fragilidades de los demás para mantener el poder que ejercen sobre ellos psicológicamente o con acentos terapéuticos inconsistentes. 

En la vida comunitaria y familiar son bien conocidas estas derivas que impiden la verdadera comunión y contradicen un camino común, justificando al mismo tiempo dentro de la convivencia humana caminos carentes de toda convergencia y sin ninguna solidaridad fraterna. 

No confundamos fragilidad con vulnerabilidad y no olvidemos que la fortaleza es una virtud cardinal, auténtica piedra angular de la vida humana y cristiana. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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