sábado, 22 de marzo de 2025

Elogio de la debilidad.

Elogio de la debilidad

Como escribía Gilbert K. Chesterton, la paradoja atraviesa la estructura de la fe cristiana. Así, la debilidad, la astenia que surge de la enfermedad, de la discapacidad, de la humillación, del sufrimiento que impone la vida, en el cristianismo, si se vive como un camino pascual, puede incluso convertirse en un espacio donde se siente la fuerza de Dios. 

Esto lo proclama Jesús en el Sermón de la Montaña, cuando afirma que los pobres, los mansos, los desarmados, los perseguidos, los hambrientos son bienaventurados, felices, convencidos de que pueden avanzar con confianza y de que están en la verdad (cf. Mt 5,1-12). 

El apóstol San Pablo, en su Segunda Carta a los Corintios, compone incluso lo que se podría definir como un himno a la debilidad: “El Señor me ha dicho: ‘Te basta mi gracia, porque mi fuerza se perfecciona en la debilidad’. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. "Por lo cual por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12,9-10). 

En este texto hay que subrayar dos expresiones que normalmente escapan al lector: el poder del Señor se expresa plenamente en la debilidad y el poder de Cristo pone su tienda –la Shekinah, es decir, la presencia de Dios– allí donde encuentra la debilidad del hombre. 

Este canto a la debilidad no es un canto al mal, al sufrimiento, a la prueba, a la miseria –como imputaba Friedrich Nietzsche al cristianismo–, sino que es una revelación: la debilidad puede ser, de hecho, una situación en la que, si quien la vive sabe vivirla con amor (es decir, continuando amando y aceptando ser amado), la potencia de Cristo alcanza su plenitud. 

Pero este mensaje, central en el Nuevo Testamento, es escandaloso y puede parecer una locura (cf. 1 Co 1,18-31), y nosotros, cristianos acostumbrados a estas palabras, estamos dispuestos a repetirlas pero no a vivirlas en el amor: este último es el verdadero desafío, porque la debilidad es el fundamento de la antropología cristiana. 

Sin embargo confesémoslo honestamente: cuando observamos la vida en su desarrollo diario, cuando tratamos de leer la historia y los relatos, notamos que es el poder, la fuerza, la arrogancia, la violencia lo que triunfa, y por eso se nos hace difícil ver una posible felicidad en la debilidad. 

¿Somos capaces de aceptar nuestra debilidad, que a menudo se nos presenta como humillación? ¿Estamos dispuestos a ver en ello una oportunidad para despojarnos, para ser conducidos a «lo único necesario» (Lc 10,42)? 

No sólo individualmente, sino como comunidad, como Iglesia, ¿somos capaces de leer en la debilidad el lenguaje de la “discreta caritas”, del amor discreto que se vive cotidianamente sin alzar la voz, sin querer “dar testimonio” de nosotros mismos? 

Tal vez sólo cuando dejemos de hablar de los pobres, de los discapacitados, y nos encontremos ante un hombre o una mujer en silla de ruedas, una persona afectada en los medios habituales de comunicación; cuando nos encontramos ante un cuerpo herido y desgarrado por la enfermedad y el dolor; cuando cojamos la mano de un pobre que nos la ha tendido, poniendo nuestras manos en las suyas, quizá sólo entonces comprendemos el drama de la debilidad y seamos capaces de discernir dónde ha puesto Cristo su tienda. 

Luego hay también una forma particular de debilidad, que no se puede olvidar: la de la humillación que nace de nuestro pecado, a veces de nuestro vicio o pecado reiterado, en el que caemos y luego nos levantamos, caemos y luego nos levantamos… 

Somos humillados ante Dios y ante los hombres, tanto como cristianos individuales como como Iglesia. «Menos mal que he estado en debilidad» (Sal 119,71), reza el salmista ante Dios, pero también es bueno para la Iglesia ser humillada, conocer días de fracaso, de esterilidad, de impotencia ante los poderes de este mundo, a veces incluso de insignificancia. 

¿No fue éste quizás el camino de Jesús en la última parte de su ministerio, después de los éxitos y la acogida favorable inicial? Sí, hay que confesarlo una vez más: fácil decirlo, difícil aceptarlo y sobre todo vivir sin traicionar el amor. 

San Bernardo, aquel que quizá alcanzó el mayor éxito posible para un monje en la historia, vivió también una hora de humillación, de fragilidad e incluso de miseria existencial. Fue, según él mismo admitió, una crisis espiritual y moral que lo obligó a vivir fuera de su monasterio durante un año. 

En ese momento comprendió muchas cosas sobre la vida cristiana que antes no había entendido. Y, sobre todo, comprendió que en la debilidad se aprende a relacionarse mejor con los demás y con Dios, y conocía verdaderamente lo que son la gracia y la misericordia de Dios. 

De este modo llegó a exclamar: «Optanda infirmitas!», «¡Oh deseable debilidad!». (Discursos sobre el Cantar de los Cantares 25,7). Sí, es posible llegar a este punto, sabiendo muy bien que en la profesión de vivir la debilidad aparece siempre como una prueba, como una prueba que cansa hasta agotar. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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