En silencio
Escuchar el silencio es un punto clave. También es necesario escuchar el silencio, y éste es uno de los ejercicios más difíciles de todos.
Hay dos tipos de silencio. Hay un silencio negro y un silencio blanco.
El silencio negro es simplemente la ausencia de palabras. Este silencio da miedo, por eso tratamos de evitarlo por todos los medios. Así tantas perdonas de hoy multiplican el sonido hasta el punto de quedar atónitos ante él. Es el embotamiento que se utiliza para evitar el terrible sonido del silencio negro. Es un silencio que te vuelve loco. Es el silencio de la soledad.
Luego está el silencio blanco. El blanco no es incoloro, sino la síntesis de todos los colores. Este es el silencio que debe nacer en nosotros —un ejercicio grandioso pero necesario— para escuchar esa voz del silencio, que es la voz de Dios. Recordemos lo que Elías oyó en el monte Horeb (cf. 1 Reyes 19,1-14).
También nosotros debemos aprender que Dios habla en silencio y que las cosas más importantes de nosotros mismos, incluso las relativas a la conciencia, hablan en silencio. Si no queremos escuchar nos refugiamos en el ruido. No sólo los jóvenes, sino también muchos hombres de fe hacen, actúan y nunca tienen este oasis de silencio.
El gran filósofo griego Pitágoras dijo: "El sabio no rompe el silencio excepto para decir algo más importante que el silencio". Por eso concibió el silencio como el «seno» del que nacen las grandes verdades, el seno en el que uno se comunica con Dios y recibe la verdad suprema, incluso la verdad sobre sí mismo.
Por eso también tenemos miedo del silencio blanco, en el que se realiza el examen de conciencia, cuando somos capaces de ver dentro de nosotros mismos y, así, descubrir el vacío que hay dentro de nosotros.
Y podemos entender que el silencio blanco también es el lenguaje del amor. Bien lo dijo el filósofo creyente Pascal cuando escribió: «En el amor, como en la fe, los silencios son mucho más elocuentes que las palabras».
Los amantes, a menudo se miran a los ojos, porque hay un lenguaje de los ojos, silencioso, y hay un lenguaje del corazón.
La fe tiene como punto terminal, como experiencia suprema, la mística, es decir, la entrada en el misterio. Misticismo y misterio derivan, de hecho, del mismo verbo griego “muein”, para cuya pronunciación es necesario cerrar los labios, verbo que significa ‘estar en silencio’. Es silencio, pero un silencio pleno e infinito.
Éste es el gran ejercicio que debemos realizar. La música tiene sus pausas y hay que realizarlas, porque hacen germinar el sonido que viene después. La pausa no es simplemente un vacío, sino algo que permite que el siguiente sonido florezca.
Por eso, cuando estemos ante Dios para siempre, celebrando la Liturgia del Cordero, cantaremos, pero, con toda probabilidad, el canto supremo será el silencio, porque Dios es misterio: Dios, cuyo nombre no se puede pronunciar, es «la voz del silencio».
Así que, practicando el silencio no hacemos otra cosa que seguir acercándonos a la experiencia de lo infinito, de lo eterno, cuando ya no necesitaremos palabras, cuando el lenguaje se extinga y lo veamos como es.
Cuando Job llega a la etapa final de su experiencia dramática dice: «De oídas te había conocido, pero ahora mis ojos te ven».
La escucha termina y comienza la visión. Se ve y se calla. Por eso, escuchar el silencio es el ejercicio más elevado de la experiencia espiritual.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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