sábado, 22 de marzo de 2025

Octava de Pascua. Martes de Pascua - Juan 20, 11-18 -.

Martes de Pascua - Juan 20, 11-18 - 

Podemos estar tan cegados por el dolor que no reconozcamos la presencia del Señor al que invocamos desesperadamente. Podemos quedarnos tan quietos el Viernes Santo que no nos volvamos, no levantemos la mirada y reconozcamos que el crucificado ha resucitado de verdad. Como le sucede a María de Magdala, aturdida por la ausencia del cadáver de su Maestro: a la angustia añade el desconsuelo, al no tener ya ni siquiera un cuerpo que venerar. Pero se equivoca rotundamente, la discípula. El Señor se acerca a ella y la llama por su nombre. Llamar por el nombre, en Israel, significa creer y conocer profundamente a la persona a la que se llama. Jesús conoce bien el afecto y el dolor de María y la invita a salir de su sufrimiento para entrar en la alegría. También nosotros, paradójicamente, podemos habitar en el sufrimiento; sólo hay un modo de superar el dolor: no amarlo. Con demasiada frecuencia, proyectando nuestro propio sufrimiento sobre el sufrimiento del crucificado, nos quedamos estancados en el Viernes Santo. El tiempo pascual nos educa al cambio, nos empuja más allá, nos ayuda a buscar las cosas de arriba, a resucitar por fin con Cristo. 

María va sola. 

Ella no tiene miedo, ella que es mujer, mientras los hombres tienen miedo, porque ella le pertenecía y su corazón estaba con él, donde Él estaba también estaba su corazón, por eso ella no tenía miedo. 

Aquel hombre que conocía el cielo, que le había abierto horizontes infinitos, ahora está encerrado en un agujero en la roca. Todo acabado. 

Pero no: vio que la piedra había sido removida… El sepulcro está abierto, vacío y resplandeciente, en el frescor del alba. Y afuera es primavera. La tumba está abierta como la cáscara de una semilla. Como un vientre que ha dado a luz. 

Jesús le habla: Mujer, ¿por qué lloras? 

Es el estilo inconfundible de Jesús. Vuelve a hacer lo que siempre ha hecho. 

Lo hace en la última hora del viernes, frente al miedo al ladrón ejecutado con Él, lo hace en la primera hora de Pascua, cuando se olvida de sí mismo en las lágrimas y el dolor de María. 

Él no dice: mírame. No se impone, no deslumbra. Ella tiembla junto con el corazón tembloroso de su amiga. Es Él, no puedes equivocarte. 

Con la primera luz ve primero un rostro surcado por lágrimas: el mundo es un llanto inmenso. El nuestro, un planeta de tumbas. 

Como en los Evangelios, también en el huerto la primera mirada de Jesús se posa siempre en el dolor, siempre en la pobreza del hombre y nunca en el pecado. 

Él no puede contener sus lágrimas, sino que “las recoge una a una en su redoma y las escribe en su libro” (Salmo 54,9). Inclinándose sobre mí, para que ni una se pierda. 

Y finalmente secará las lágrimas de todos los rostros. Obra eterna de Dios. 

El cristiano, a su imagen, es también un coleccionista de lágrimas. 

Para seguir escribiendo, juntos, una de las mayores verdades del humanismo, bíblico y universal: el bien es más profundo que el mal. 

Aquí está el corazón de la Pascua. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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