Miércoles de Pascua - Lucas 24, 13-35 -
Los discípulos de Emaús están tristes. Su regreso a casa es sombrío y lleno de pensamientos negativos. Aquello y Aquél que esperábamos es la afirmación más desalentadora de todo el evangelio. Significa dejar de creer, admitir un fracaso, una ilusión, una derrota. No, Jesús no es la esperanza de Israel, ha sido aniquilado como otros antes que Él. Ninguna salvación, ninguna perspectiva: incluso el justo fue asesinado como muchos. Como María Magdalena, también los discípulos se sienten abrumados por su dolor hasta el punto de no reconocer al Señor que camina a su lado. Es más: casi se ofenden cuando este desconocido demuestra que no sabe lo que (le) ha pasado. ¡Cuándo comprenderemos que Dios va siempre un paso por delante! ¡Que no se detiene ante el sufrimiento! Pero los discípulos deben convertir su corazón, y el Señor les invita a releer lo sucedido a la luz de la fe, escrutando las Escrituras. Sólo ante el gesto del pan partido le reconocen por fin. Como si el evangelista nos dijera que sólo a través de los signos, la Palabra, el pan partido, podemos hoy reconocer al Resucitado, experimentarlo, vivir con Él.
A once kilómetros de Jerusalén: Emaús es el símbolo de mi distancia de la fe y de la cruz.
Emaús es mi casa, cuando tengo la tentación de volver a mi pequeño rincón, lejos de la comunión con los demás, cerrado, herido; el sueño que tanto había esperado se acabó.
Dos horas de camino juntos: y Jesús se acerca, se hace prójimo, lo hace en cada experiencia de amistad. Dos horas hablando de Él, y es la segunda señal de su ardiente presencia.
Ya no está aquí...dijeron los ángeles. Él está en las calles del mundo, aminorando sus pasos al ritmo de los nuestros, en el polvo de nuestras calles, cuando la tarde cae sobre mi fe.
Todo camino del mundo conduce a Emaús. Jesús se acercó y caminó con ellos. El Señor nos alcanza en nuestro caminar diario como caminantes. Y cambia el corazón, la mirada y el camino de cada uno.
El primer milagro es tan dulce que no se nota inmediatamente, tan necesario que entra sin imponerse: mientras el desconocido explica las Escrituras, el corazón lento comienza a llenarse de un calor nuevo.
¿Qué hace arder el corazón? El descubrimiento está contenido en una sola palabra: la cruz. La cruz es la gloria. No un accidente, sino la plenitud del amor.
Una palabra que, sembrada en el corazón, lo cambia. Y cambia tu comprensión de toda tu vida.
Quédate con nosotros porque está oscureciendo. Él permaneció con ellos. Desde entonces Jesús entra siempre que yo lo desee, que yo escuche, que yo invite, que yo abra la puerta.
Su nombre no es sólo “Yo soy el que soy”, sino que se convierte en “Yo soy el que está contigo”.
La palabra cambió el corazón, el pan cambió la mirada de los discípulos: lo reconocieron en la fracción del pan.
El signo del reconocimiento de Jesús, su estilo único, es su cuerpo roto y entregado, su vida entregada para nutrir la vida.
El corazón del Evangelio es que yo también puedo partir mi pan para mi hermano, o mi tiempo, o un frasco de perfume, y compartir con él mi itinerario peregrino, mi esperanza y mi confusión.
La Palabra y el pan juntos cambian el camino de cada discípulo: parten sin demora y regresan a Jerusalén.
Partiendo hacia los hermanos, partiendo como si la noche nunca más fuera a llegar, partiendo con el sol dentro.
La triste huida se convierte en alegre carrera: ya no hay noche, ni cansancio, ni distancia, el corazón se ilumina, los ojos ven aunque es de noche prieta.
Ya no sufren el camino, lo respiran, respirando a Jesús, que está en el camino con cada hombre en el camino.
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