sábado, 1 de noviembre de 2025

De la muerte a la vida - San Juan 11, 1-45 -.

De la muerte a la vida - San Juan 11, 1-45 -

El paso de la muerte a la vida constituye el centro del mensaje de la lectura del Evangelio. El episodio de la resurrección de Lázaro preludia el acontecimiento pascual. 

Este Evangelio habla de la muerte física y, desde el punto de vista de Jesús, de la muerte de una persona amada, de un amigo. Y esta es quizás la única, o al menos la más dramática, experiencia de la muerte que podemos tener en la vida. 

En la muerte de otra persona a la que estábamos unidos por el amor, muere algo de nosotros, mueren posibilidades de vida, se ve mermado nuestro ser. Y experimentamos que es el amor, la calidad del vínculo que nos une a una persona, lo que tiende un puente entre la vida y la muerte y entre la muerte y la vida. Y el amor es el único camino que podemos recorrer para dar sentido a nuestra vida mortal. 

Del texto evangélico podemos deducir que si nosotros, por miedo a la muerte, nos vemos inducidos a adoptar actitudes defensivas, de protección contra el sufrimiento, que mortifican la vida misma, Jesús, en cambio, pidiendo fe, sugiere entrar en su actitud de confianza incluso ante la muerte («Padre, yo sabía que siempre me escuchas»: Jn 11,42), actitud que, al asumir la muerte y sufrir por el que ha muerto, vivifica la muerte. 

La fe es el lugar de la resurrección. La fe de Jesús es un magisterio para que aprendamos a creer: «Lo he dicho por la gente que me rodea, para que crean» (Jn 11,42). Proclama una homilía del Pseudo Hipólito: «Habiendo visto la obra divina del Señor Jesús, ¡no dudes más de la resurrección! Que Lázaro sea para ti como un espejo: contemplándote a ti mismo en él, cree en el despertar». 

Pero si la fe es el lugar de la resurrección, el amor es su fuerza: Jesús «amaba mucho a Lázaro» (11,5) y este amor se hizo visible en su llanto desconsolado (cf. 11,35-36). El amor integra la muerte en la vida y encuentra el sentido de esta última en el don: dar la vida se convierte en dar vida. 

Y esto también forma parte de la práctica de la resurrección que podemos vivir y que podemos regalarnos unos a otros. Tener fe en Jesús, que es resurrección y vida, significa hacer del amor un lugar en el que la muerte se pone al servicio de la vida. 

El paso de la muerte a la vida con el que nos preparamos para vivir el paso de la vida a la muerte es, por tanto, el amor. Ese amor llamado a convertirse en nuestra voluntad, como lo fue la de Jesús. 

Ese amor que San Agustín dice que es el contenido de la voluntad del cristiano. El amor es la voluntad unificadora última y decisiva de la persona humana, que en él encuentra su libertad. En las obligaciones libres a las que se somete, en la muerte a sí mismo que afronta amando, haciendo del amor la brújula de su vida, el hombre encuentra su expansión humana y espiritual, el sentido de su vida. 

San Agustín afirma: voluntas: amor seu dilectio (De Trinitate XV, XXI, 41). «¿La voluntad? Es amor, es dilección». El dinamismo infinito de este principio y su relacionalidad, su apertura al otro, se muestra en una expresión que a menudo se atribuye al mismo San Agustín y que dice que la voluntad se resuelve en amor: Amo: volo ut sis  - «Amo: quiero que seas» -. 

Amar es querer la vida del otro, no es querer poseer al otro, no es querer que el otro sea para mí, que me ame a su vez, sino que sea y basta, que exista, que viva. En este querer convertido en amor puede hacerse vivible y sensata toda una vida. Este amar es la muerte vivificante que nos prepara para el paso de la vida a la muerte, creyendo en la fuerza del amor de Jesús que opera el paso de la muerte a la vida. 

Iniciado con el anuncio a Jesús «El que tú amas está enfermo» (Jn 11,3), el relato de la resurrección de Lázaro no es solo una pedagogía hacia la fe cristológica (expresada en el versículo 27: «Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al mundo»), sino también una pedagogía del amor y del amor que se enfrenta a la muerte. 

La muerte es enemiga del amor, pero también su banco de pruebas. La muerte de la persona amada pone fin al amor que vivíamos y al futuro que ese amor prometía. Jesús vive la conmoción de la muerte del ser querido y la expresa emocionalmente rompiendo a llorar. 

Pero, ante la tumba, Jesús actúa y Marta parece querer frenarlo: «Ya huele mal». Marta parece ligada a la muerte y mantiene a su hermano anclado a ella. Pero para Jesús, incluso la muerte es un lugar donde se manifiesta la gloria de Dios (cf. v. 4). Y la gloria, en el cuarto Evangelio, es la gloria del amor. 

El problema no es evitar la muerte, sino comprender que en ella se puede manifestar la gloria de Dios, su amor. Solo un amor que asuma lo trágico y la inevitabilidad de la muerte conduce al paso de la muerte a la vida. 

Jesús cree en el amor incluso ante el cadáver. Y la orden que Jesús da después de llamar a Lázaro es «desatadlo y dejadlo ir». La orden se refiere a los presentes: Lázaro ya se está moviendo. El problema son los que lo rodean, que deben dejarlo ir, porque el amor no retiene, sino que cuanto más ama, más libera al amado. 

Jesús está enseñando a amar: no lleva consigo al muerto que ha vuelto a la vida, sino que enseña a amar con libertad. Amar es liberar al otro. Y ni siquiera la muerte puede retener el amor. 

El paso del amado Lázaro de la muerte a la vida anticipa lo que Jesús hará poco después, cuando, habiéndolos amado, los amará hasta el final, entregándose a esa muerte que no podrá retenerlo porque el poder del amor desata las ataduras del infierno. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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