Que nada se pierda - San Juan 6, 39 -
El discurso más famoso y citado de Jesús no es un acto genérico de confianza en la vida. Lo que pronunció en la montaña proviene de la conciencia del mal que entorpece el corazón humano.
Las palabras del Maestro están cargadas con el peso de la cruz que lleva sobre sus hombros el inocente. La lucidez con la que Jesús mira la vida y la historia no le impidió elegir el bien, pronunciarse con verdad, renunciar a la agresividad vistiendo los ropajes de la mansedumbre, actuar por la paz y el bien del otro, arriesgarse.
Él es el verdadero hombre de las bienaventuranzas, pero no es celoso de ello. Comparte este destino con una multitud de mujeres y hombres que se sienten alcanzados por un rayo de luz, por una promesa de vida que deben entregar como testamento a quienes quedan.
El hombre de las bienaventuranzas es ya el Resucitado en el tiempo que pasa: es el Santo en el que se reflejan los santos de la historia. Ellos, una profecía viviente, un escándalo que sigue interrogándonos, una promesa que nos impide desesperar.
Nos volveremos locos de asombro cuando un día veamos y comprendamos finalmente el designio de Dios sobre nosotros.
El Evangelio que escuchamos levanta un poco el velo. Entrevemos la íntima comunión entre el Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo: una sola cosa, una sola voluntad, un solo designio. Un solo amor.
Sé que, desde este Amor, he sido querido, deseado, imaginado. Dios me ha pensado —si no fuera un obstáculo léxico, deberíamos decir: me han pensado; los Tres— y me ha querido tal como soy. Antes de existir como criatura, existía en su deseo, en el deseo de Dios.
Y me quiso para que estuviera con Él; el Padre, el Hijo y el Espíritu me imaginaron, pensaron, desearon y, por lo tanto, llamaron a la existencia, porque querían estar conmigo, porque querían entregarse a mí, derramarse en mí, como en el único —solo yo: Dios no se divide; se entrega por completo a cada uno, como si cada uno fuera el único.
Y para que este sueño del Padre y del Hijo, junto con el Espíritu Santo, no se viera comprometido por nada, fui redimido. La redención es la obra de Dios que interviene para impedir que, torpes como somos, arruinemos su sueño. Es la obra de Dios la que impide que mi fragilidad, mi limitación, mi pecado, me marquen para siempre y arruinen su plan para mí: que yo esté con Él.
Ni siquiera la muerte podrá arruinar este sueño:
«Ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni el presente ni el futuro, ni los poderes, ni la altura ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).
Que nada se pierda de lo que el Padre le ha dado: esta es la voluntad que el Hijo ha venido a cumplir.
¿Y cómo se puede creer que contra la voluntad del Padre —y de un Dios hecho hombre— puedan hacer algo la muerte, nuestra fragilidad, nuestro pecado, «ni ninguna otra criatura»? ¿Cómo creer que algo que no sea Dios pueda arrebatar de sus manos lo que Dios no quiere perder de ninguna manera?
Y es conmovedor que Jesús no diga «que nadie se pierda»,
sino «que nada se pierda».
No solo los hermanos y hermanas que he amado, sino toda la belleza de la creación, todas las emociones, cada amor vivido, cada beso dado, cada caricia, cada montaña, cada magnolia, cada sonrisa, todo «lo resucitaré en el último día». Todo lo reencontraré, al final de esta vida, entre Sus manos que lo han recogido y custodiado. Nada se perderá.
¿Cómo se puede creer que después de todo el amor de la creación y luego el amor de la redención, después de habernos hecho partícipes de su ser y luego de su vida divina, después de habernos deseado, imaginado, querido, creado, cultivado, alimentado, salvado, este Dios pueda permitir que alguien se pierda? «Tantus labor non sit cassus», dice un hermoso himno antiguo: tanto esfuerzo no sea en vano.
Y tanto esfuerzo —y tanto amor— no es en vano. La muerte es un accidente: no tiene poder sobre el amor que nos une a Él. Por otra parte, si creemos que realmente somos uno con Él —y Jesús nos lo asegura—, es imposible imaginar un final: Él no tiene fin.
Así podemos estar seguros de que con la llegada de la mañana volveré a ver la sonrisa de aquellos rostros angelicales que me han acompañado desde el comienzo. Pero ya ahora podemos seguir viviendo con aquellos a quienes hemos amado y ya no vemos.
Es más, paradójicamente, es precisamente ahora cuando podemos tener con ellos una comunión más viva, sin barreras, sin los límites del cuerpo, del espacio, del tiempo, sin las dificultades de entendimiento en las que se enreda nuestra humanidad.
Es hermoso que el recuerdo de los fieles difuntos, este año, caiga en Domingo, día de la resurrección: da el sabor adecuado a las cosas. Deberíamos estar más en el día de la resurrección; deberíamos arraigarnos más en ese Domingo por la mañana, en el jardín del sepulcro; deberíamos tener una fe cada vez más pascual.
Recuerdo haber escuchado una homilía el día de Pascua que concluía así: «Es Pascua. Dejemos de morir». Quienes nos han amado y nos han precedido, tal vez, nos dirían lo mismo: «Dejad de morir».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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