sábado, 1 de noviembre de 2025

¿Qué futuro de la sinodalidad?

¿Qué futuro de la sinodalidad?

Esta reflexión está en la línea y trata de concretar y profundizar una reflexión desde una perspectiva más bíblica -neotestamentaria- que ya he realizado y que está alojada en este blog: https://kristaualternatiba.blogspot.com/2025/10/una-meditacion-neotestamentaria-sobre.html 

Venimos de una situación en la que el «mundo eclesial» se concebía y se proponía de forma sencilla y bien diferenciada entre sus partes y con respecto al «mundo». 

Hoy nos encontramos en una fase intermedia, caracterizada por la complejidad y la transformación, y sería inútil intentar mantener las cosas como antes, cuando las realidades estaban diferenciadas y separadas. 

Ciertamente una primera intervención decisiva en este itinerario fue el Concilio Vaticano II, hace ya sesenta años. Aquel Concilio, tomando nota de los signos de los tiempos, inició una relectura de la relación entre la Iglesia y el mundo y de las relaciones internas entre los componentes del Pueblo de Dios. 

El proceso desencadenado por ese acontecimiento es un punto de no retorno. La complejidad comenzó a aumentar: basta pensar en los retos de la evangelización y en las tensiones que habitan nuestras realidades cristianas después de 60 años. 

Aunque el camino iniciado por el Concilio Vaticano II sufriera una derrota, no se volvería simplemente a la Iglesia preconciliar. Esta ha terminado y no hay condiciones internas ni externas para reconstruirla. 

Ahora la pregunta puede ser ésta: ¿Qué otro proceso queda por desencadenar a partir del «Sínodo sobre la sinodalidad»? ¿Cuál será el nuevo punto de no retorno en la revisión de nuestro sistema eclesial diocesano? ¿Qué organización de la vida eclesial y de la corresponsabilidad en la guía de las comunidades de manera que se conviertan en realidades más misioneras? ¿Qué diámicas y organismos de participación, y qué estilos de liderazgo más colegiados y menos clericales se pueden instaurar? ¿…? 

Sé que estas cuestiones, y otras que no están explicitadas, son estratégicamente abiertas y decisivas: no se trata solo de evaluar el trabajo realizado hasta ahora, sino de interrogarnos sobre el futuro de la Iglesia y su capacidad para responder a las expectativas de nuestro tiempo. 

Las respuestas dependerán de la forma en que las comunidades sepan seguir viviendo un estilo sinodal, hecho de opciones pastorales proféticas, decisiones compartidas y caminos de renovación. 

Todo eso puede ser una respuesta indirecta pero clara, tal vez, a la pregunta ¿para quién es y, antes aún, de quién es el camino sinodal? ¿Es asunto del aparato eclesiástico o es asunto de todo el Pueblo de Dios que camina en este tiempo y en esta historia? 

En lo que yo conozco, que no es mucho, hay que poner el dedo en las principales «lagunas» que afligen al cuerpo eclesial y a la acción pastoral, entre las que yo destacaría someramente las siguientes: 

  • la reflexión sobre las estructuras diocesanas y su necesaria renovación, revisando la organización de las curias diocesanas con vistas a una pastoral más unitaria e integrada, y racionalizando los Servicios y Oficinas pastorales, 
  • el llamamiento a que los Servicios y Oficinas pastorales y administrativos garanticen la dimensión espiritual del trabajo común y maduren un horizonte compartido con momentos de conversación y discernimiento en el Espíritu, 
  • la rearticulación de las parroquias o unidades pastorales en «comunidades de comunidades», pequeñas comunidades cercanas a la vida de las personas, coordinadas entre sí, que favorezcan experiencias evangélicas de comunión y servicio, 
  • una presencia más significativa de las mujeres en los procesos de toma de decisiones y en los ministerios, 
  • la atención especial a la formación de los ministros ordenados, dada su contribución constitutiva a la vida sinodal y misionera de las comunidades, que deberá expresarse ya desde la acogida de un joven en el seminario, 
  • la oferta de itinerarios de formación permanente para la corresponsabilidad ministerial, diseñados por equipos formativos competentes ampliados a laicos, para madurar competencias en el trabajo en equipo, en el ejercicio de la autoridad y el poder en una lógica de servicio, en la gestión de conflictos, en el cuidado de las relaciones, 
  • una animación más sinodal de las comunidades, constituyendo «grupos o equipos ministeriales» (diáconos, laicos, esposos, consagrados) o «animadores de comunidad» que, en colaboración con el párroco, se ocupen de la animación pastoral y litúrgica de las comunidades más pequeñas una gestión transparente y solidaria de los bienes eclesiásticos como elementos fundamentales de la credibilidad eclesial, 
  • la urgencia de renovar las propuestas para la iniciación cristiana de niños, jóvenes y adultos, superando lo que hoy parece marcado por lenguajes y modalidades obsoletos. 

El futuro de la sinodalidad se configura, como se puede imaginar, como una actividad compleja y arriesgada, que implica la necesidad de enfrentarse a imprecisiones, contradicciones y dificultades típicas de un aumento del «desorden libre y creativo» en el sistema eclesial, proceso que requiere atención y capacidad de liderazgo y modalidades de gestión compartidas. 

A este respecto, es necesario llevar a cabo las acciones de discernimiento oportunas con respecto a los diferentes niveles operativos en el proceso de participación comunitaria: 

  • burocrático: la actividad se realiza por obligación, sin aportar elementos de innovación ni manifestar un compromiso particular, limitándose a la recopilación de datos y previendo la participación de la comunidad exclusivamente a través de figuras institucionales y en ocasiones consultivas, 
  • utilitarista: según esta perspectiva más proactiva, la colaboración con la comunidad se considera principalmente un instrumento para optimizar la eficiencia de los servicios, sin atribuir sin embargo importancia a la escucha auténtica o a la participación activa, 
  • idealizante: aquí la participación se reconoce como un valor teórico, sin abordar sin embargo de manera concreta las posibles críticas y complejidades: se adoptan metodologías participativas innovadoras, confiando en que su sola aplicación sea suficiente para lograr los resultados esperados, pero encontrando dificultades para traducir las propuestas en acciones eficaces, 
  • acompañamiento innovador: es la posición más avanzada, en la que se valoran las tensiones de los sujetos implicados y se promueve la gestión constructiva de las diferencias y los conflictos, con el fin de generar resultados concretos y avances significativos en el contexto de referencia. 

Es importante subrayar que estas cuatro lógicas representan tipologías abstractas: en la realidad concreta, a menudo se presentan de forma combinada y matizada. Sin embargo, mantener la conciencia de estos niveles ayuda a orientarse en los procesos de participación y renovación comunitaria. 

Alguien me ha preguntado si el resultado del camino sinodal será capaz de iniciar un proceso de renovación real.

Yo soy de los que creen que el valor de pensar es fundamental en y para la Iglesia. Siguiendo Hechos de los Apóstoles 15,22-31, los ancianos de Jerusalén y los hermanos, ante las novedades, no se dejaron paralizar por el miedo, sino que se reunieron, reflexionaron y pensaron juntos. Hoy, nuestra Iglesia también tiene una necesidad urgente de no temer el pensamiento crítico y la reflexión comunitaria. 

El éxito del camino sinodal y su capacidad para iniciar un verdadero proceso de renovación de la fe dependerán en gran medida de las palabras que se pronuncien. Pero aún más de los gestos y signos que acompañarán esas palabras: si las reflexiones y las decisiones son sostenidas y alimentadas por voces valientes de creyentes, la renovación podrá hacerse realidad y no quedarse en letra muerta... 

¿Estaremos realmente dispuestos y seremos capaces de poner en práctica lo que nos propongamos y deliberado de una manera sinodal? ¿Sabremos afrontar el reto de la concreción cotidiana traduciendo en acciones lo que el Espíritu sugiera? 

No olvido que la responsabilidad de iniciar estos procesos sigue estando en manos de los Obispos, que siguen teniendo el poder de decisión: una gran responsabilidad, en la que el riesgo de perder su credibilidad es alto, teniendo en cuenta que «el que pone la mano en el arado y luego mira atrás no es apto para el Reino de Dios». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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