El Sábado Santo que vence la historia
El Viernes Santo termina así: en silencio. Un cuerpo envuelto en un sudario con el rostro ya amoratado. Esta miniatura —no menos que el Cristo de Holbein que hizo exclamar al príncipe Puchkin: «¿Qué belleza salvará al mundo?»— nos deja con la misma angustiante pregunta.
Sí, ¿quién nos salvará si Aquel que creíamos que era el Mesías nos entrega a la soledad de un mundo que, en algunos aspectos, aún conserva los signos de una no redención, de una rebelión contra el bien y la verdad, pertinaz, obstinada y casi engreída en sus certezas?
Así se presenta, para la mayoría, la Iglesia hoy: reducida, como estos pocos que quedan en el sepulcro. En esta hora de dolor, ni siquiera hay sombra de las multitudes que esperaban durante la multiplicación de los panes; tampoco hay sombra de los setenta y dos, de los doce, de aquellos primos que un día reivindicaron su parentesco.
Nuestro artista ha querido poner a San Pedro, con la cabeza gacha, abatido por la traición recién consumada. Ya ni siquiera tiene la aureola, la perdió en la demoníaca refriega que se desató en la colina del Gólgota.
A bien ver, a los ojos de los discípulos debía parecerles la ruina total. Si no hubiera estado la Madre para sostener, en medio de aquel silencio, la Madre y las otras Marías: María de Magdala, María de Cleofe, Salomé. En la hora del sepulcro, como en la hora del parto, son las mujeres las que resisten.
Así, en este Sábado Santo, siento que debo rezar por ellas, por las mujeres de este siglo, por aquellas que deben ganar la batalla contra la destrucción de su dignidad, contra la mercantilización de su cuerpo, contra una cultura que las convierte en no dignas, como de segundo rango, contra…
Si las mujeres no se mantienen firmes en este momento, ¿qué será de esta humanidad desolada y cansada?
Es hermosa la miniatura que muestra a María perdiendo el velo azul, que se le cae. El azul es el Misterio, por lo que sin duda puede significar la desolación de la Madre ante la divinidad ultrajada de Jesús, pero el azul es también el color de la noche, de un cielo que se ha oscurecido y no puede ver a Dios. Sobre su cabeza ya brilla el amanecer de Pascua, Ella confía en el Señor. Se aferra a ese cuerpo como a un ancla de salvación.
El sepulcro está ahí detrás, con sus fauces abiertas, mientras en el horizonte se alza la cruz con la escalera de la deposición, todo remite a la hora del dolor, pero la Madre besa a su Hijo como si acabara de salir de su seno con la vivacidad y la vida de un recién nacido.
Captan mi mirada, asombrada por ese gesto maternal, de San José de Arimatea. Él también sostiene y retiene, casi, el cuerpo del Salvador. Una lectura contemplativa pide identificarse con uno de los personajes que aparecen en escena durante la Pasión.
Me gusta cómo se presenta a San José de Arimatea: alguien que pide a Pilato el cuerpo de Jesús, alguien que se atreve. Alguien que acude al poderoso de turno y no se deja intimidar. Va y pide lo que la Iglesia tiene más querido: el cuerpo del Salvador.
Así deberíamos ser nosotros: gente dispuesta a perderlo todo menos la Eucaristía de Jesús que fue la Eucaristía del dolor del mundo y del sufrimiento de la historia.
Deberíamos consumir el umbral de la puerta de los poderosos de turno y conseguir que nos den el Cuerpo de Jesús en cada cuerpo humano sacrificado en no se sabe qué altares.
Sí, rezo por las mujeres de mi tiempo, pero también por los hombres, por los que, como San José de Arimatea, se atreven, y por los que, como Nicodemo, no se atreven. Este Cuerpo los une, los hace hermanos.
Este Cuerpo tiene un atractivo sin precedentes. A Él debemos aferrarnos. La Eucaristía de dolor y de sufrimiento, la Eucaristía de Pasión, es un silencio perpetuo lleno de vida en la historia de la humanidad.
Un Sábado Santo sin fin que surca las tormentas de la historia. He aquí que, en las tormentas de la historia, en el Sábado Santo de la fe, podamos aferrarnos a una esperanza samaritana, a esta Eucaristía de dolor y de sufrimiento, con la certeza de que el verdugo no tenga la última palabra sobre el inocente, con la convicción de que si no todos seremos salvados no merece la pena ninguna salvación.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario