jueves, 17 de abril de 2025

La crucifixión blanca - Marc Chagall -.

La crucifixión blanca 

El Papa Francisco siente predilección por la Crucifixión blanca de Marc Chagall. Esto confirma la intuición, que se tuvo desde su primera aparición, de un papa sencillo e informal, pero de naturaleza firme y con plena comprensión de lo que nos espera. Y lo que nos espera solo se puede comprender a la luz de una lectura adecuada de un pasado no muy lejano, como el descrito por Marc Chagall en la obra en cuestión.


La Crucifixión blanca resume la tragedia del pueblo judío, las persecuciones, los pogromos y las expropiaciones indebidas sufridas a lo largo de todo el siglo XX. 

En la parte superior izquierda, las banderas rojas de la ideología comunista firman dramáticamente la acción destructora hacia una comunidad que, dondequiera que se encuentre, conserva el precioso vínculo del tefilín. 

La sinagoga incendiada evoca la destrucción nazi de los lugares de culto y de las obras de muchos artistas judíos, entre ellas las del propio Marc Chagall. En la parte superior, el dolor de los rabinos y las mujeres se mezcla con el humo que, ascendiendo desde Auschwitz, se lleva consigo infinitas existencias. 

En el centro, Cristo cataliza el torbellino de acontecimientos: un Cristo luminoso en el que se rompe todo dolor, tan grande es la paz y la serenidad que emana. Cristo como capitulum, como rollo alrededor del cual se envuelve la Torá, resume en sí mismo la fuerza intrínseca de un pueblo que canta a Dios: «aunque me mate, esperaré en Él». Cristo, de hecho, lleva el talled Gadol, el manto de oración, y ante Él arde incansable una menorá. 

Por algunas declaraciones del Papa Francisco cuando aún era cardenal, por las palabras breves y claras pronunciadas al inicio de su pontificado, me parece que realmente tiene ante sus ojos el capitulum de Cristo crucificado, alrededor del cual se envuelve no solo toda la Torá, sino la historia de la salvación en su totalidad. 

En esta obra se lee en filigrana el dolor de todos los perseguidos. Marc Chagall, de hecho, judío convencido, supo leer en las llagas del Crucificado el grito de todos los inocentes, especialmente de la inocencia de su pueblo. Marc Chagall no necesitaba quitar la cruz de las paredes para proclamar su identidad, no necesitaba borrar la fe cristiana para afirmar la suya. Supo reconocer en la auténtica experiencia religiosa cristiana el camino para dar nombre al dolor. 

Quizás por eso le gusta tanto al Papa Francisco esta obra, porque Marc Chagall nos remite al valor del testimonio. Necesitamos imágenes así, claras, como es claro el arte inspirado. El arte, como la fe verdadera, la sostenida por la razón, el arte verdadero, como la razón sostenida por la fe en la verdad, educa al Misterio, educa al encuentro con ese Otro y con ese Más allá que nos hace libres frente a lo diferente que vive a nuestro lado. 

Marc Chagall pinta en esta obra lo que ha visto con sus propios ojos: el sufrimiento del Holocausto, el ocaso de la ideología que aún inunda de rojo el cielo de Europa. Ha visto y no puede callar. En su voz está nuestra voz. No es la voz altisonante y estridente que a menudo se alza de los polemistas a ultranza, de los que por definición están «en contra». 

Es la voz suave de la oración salmódica, una voz imperceptible, pero robusta y ardiente como el fuego de la menorá. Es la voz del violín que aún descansa, a pesar de los pogromos, junto a las casas incendiadas del cuadro de Marc Chagall. Es la voz de la belleza de la verdad que, precisamente cuando es pisoteada, grita más fuerte. 

Esta es la voz del Papa Francisco y de mil rostros desconocidos que hacen del diálogo, o mejor, del encuentro y de la búsqueda sincera de la verdad, su misión. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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