jueves, 17 de abril de 2025

María Magdalena y el Jardinero - San Juan 20, 1-9 -.

María Magdalena y el Jardinero - San Juan 20, 1-9 - 

El cuadro representa a María Magdalena encontrándose con el Resucitado ante el sepulcro vacío. 

Sin embargo, el sepulcro no se ve, a pesar de la iconografía clásica del acontecimiento, que suele llevar por título «No me toques», a partir de las palabras de Jesús dirigidas a su discípula: «No me toques». La tumba no está, evidentemente está detrás de María Magdalena, es decir, donde estamos nosotros. 

El autor quiere decirnos con delicadeza que en la tumba estamos nosotros, seguimos estando nosotros si, con María Magdalena, vivimos desconectados de la eternidad y no, como diría San Pablo, como vivos que han vuelto de entre los muertos. 

Seguimos dejando que las cosas de este mundo tomen la primacía, cuando no la exclusividad, y se carguen de significados ajenos, no solo a la lógica del Evangelio, sino también a la lógica de la vida, la verdad y el bien inscritos en el corazón humano. 

María Magdalena está velada por las lágrimas, sostiene entre sus manos el frasco de nardo perfumado, listo para embalsamar el cuerpo de Jesús, y llora, no quiere creer, no puede creer en la resurrección. Es tan evidente que se trata de un robo de cadáver y el dolor es doble: el dolor por la muerte atroz del Maestro y, ahora, el dolor por la profanación de la tumba y por ese frasco de nardo sin usar. 

Así somos nosotros, anclados en nuestros esquemas, tal vez preciosos y justos como el frasco de nardo (algo que pocos podían permitirse), pero siempre inadecuados para las perspectivas divinas que se hunden en el para siempre. 

Así se presenta el Señor y Maestro, vestido de jardinero con la pala en la mano. El mismo Evangelio lo indica así, como un jardinero. Y a Magdalena, llorando, que descubre su frasco de aceite, casi para certificar su buena voluntad de honrar un cadáver, Jesús le muestra las llagas. Muestra sus llagas que permanecen en la gloria. A bien ver, el contraste es fuerte. 

Por un lado, el aspecto de Cristo sugería una cotidianidad absoluta, es confundido con un jardinero; por otro, se da a conocer con un signo desconcertante: las heridas abiertas de un cuerpo resucitado. El autor fusiona la aparición del Resucitado a María Magdalena con la que hizo en el Cenáculo a los discípulos reunidos. Es en el Cenáculo, dice el Evangelio, donde muestra sus llagas. 

La intención es clara: al orante que contemplaba este cuadro mientras rezaba, se le quiere enseñar que Cristo se esconde a menudo bajo la apariencia de quienes nos rodean, que la fe en Él pasa por la concreción de la existencia de la puerta de al lado o del cotidiano de cada día. 

Sin embargo, su presencia no se agota ahí, sino que se confirma cada vez con la extraordinaria fuerza del milagro cotidiano. Sí, es necesaria la capacidad de intus legere, de leer dentro y entre los pliegues de la vida cotidiana para reconocer a Jesús en el jardinero y la dinámica de la resurrección en un mundo que aún sufre las llagas del dolor y del mal. 

No somos diferentes de María Magdalena y los Apóstoles. En el paisaje que sirve de fondo a la escena se divisa el perfil de una Iglesia. Es un anacronismo deliberado. Es en esa Iglesia de piedra y ladrillo, en esa Iglesia que está hecha ante todo de hombres y mujeres con sus fragilidades, donde se esconde el Misterio. 

Tenemos un tesoro en vasos de barro, decía San Pablo. Se necesita una gran mirada de fe para ver con claridad en los pliegues oscuros de la historia, para reconocer lo que hay que hacer. Los positivistas a ultranza, como los profetas de desgracias, no tienen una mirada de fe. La fe no olvida las heridas, pero va más allá; no borra la pasión, sino que fija los ojos en esa esperanza que Jesús ha señalado como cierta. 

No me toques, dice Jesús a María Magdalena, no me retengas: es la tentación del creyente, de quien se queda bloqueado en una fe sentimental. A veces se quiere circunscribir el Misterio, guardárselo para uno mismo, mientras que la fe es un encuentro que empuja más allá. 

Más allá de los límites de nuestras categorías humanas y pide permanecer anclados a la Verdad. Lo humano debe leerse a la luz del destino eterno, de lo contrario acabamos viendo en Cristo solo a un jardinero y en su Cuerpo resucitado a un redivivo que volverá a morir. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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