Muéstrame tu rostro
Me detengo, de nuevo, en la huella eterna pintada a fuego sobre la madera antigua por Andréi Rubliov. Un rostro majestuoso y grave, de mirada penetrante. Te fija la mirada y parece comprender. Su boca esboza una sonrisa y, ante él, todo se desmorona: la angustia, las dudas, los dolores, todo queda confinado allí, más allá de la puerta del tiempo. Te quedas solo con él y tienes la sensación de que ya no te falta nada.
En el cuello hinchado sopla el Espíritu del Dios vivo. El rostro está construido dentro de dos centros concéntricos. Todos los iconos se escriben así, dentro de una simbología geométrica que remite al Misterio. Los dos círculos son la unión entre el cielo y la tierra. Entre la eternidad y la finitud. Este rostro es una ventana al mundo venidero.
Este rostro narra una historia antigua. En él está el sabor de la existencia humana en su totalidad. Tú también estás ahí, con tu historia y tu dolor. Esta imagen huele a tierra. Y en la tierra ha estado, de verdad, durante muchos años.
Andréi Rubliov la pintó entre 1410 y 1420, y luego se perdió todo rastro de ella. No fue encontrada hasta finales del siglo XIX, boca abajo, sumergida en un terreno húmedo, como tabla de paso para acceder a un establo. Un icono humillado: nadie que pasara por allí podría sospechar que esa tabla tan tosca, en la parte posterior, contenía tal esplendor. La huella eterna pisoteada.
Se dice que el mismo Cristo le reveló a Andréi Rubliov cómo pintarlo. Andréi quedó conmocionado un día ante el espectáculo de un saqueo. Una banda de tártaros irrumpió en su pueblo, saquearon, abusaron, mataron. Y él allí, espectador indefenso y consternado. No volvió a pintar durante mucho tiempo. Era como si su mirada tuviera que purificarse de lo visto, de lo terrible, de lo demoníaco que hay, siempre, en la violencia del hombre sobre el hombre.
Pero un día Cristo se le reveló, mostrándole el rostro del Misericordioso. Andréi Rubliov vio y nunca lo olvidó. Más fuerte que el recuerdo de la violencia de la que había sido testigo, fue el recuerdo de la gracia de la que había sido protagonista.
Quizás no sea casualidad que el Cristo de Andréi Rubliov no tenga sombras. Todo su rostro es pura luz, lleva las marcas del barro y del escarnio, pero resplandece con una victoria inaudita: la del amor y el perdón.
Más severo, pero también envuelto en el misterio de una voluntad de supresión, es el rostro del Cristo Pantocrátor del Monasterio de Santa Catalina en el Sinaí. Hierático escrutador. Al mirarlo, no tenemos la sensación de asomarnos al cielo, como en el caso del Cristo de Andréi Rubliov, sino que aquí es más bien el cielo el que nos mira.
Los ojos cautivan y son ojos diferentes. Trazando una línea divisoria en el rostro se nota la diferencia: el lado izquierdo, para quien mira, es el de la misericordia, el derecho el de la justicia. Visto en su conjunto, el rostro sigue siendo el del amor que, al tiempo que pone de manifiesto la verdad de nuestra existencia, revela el amor de Dios por sus criaturas, el deseo de redención y salvación.
Este rostro se eleva por encima del tiempo, es como el escenario de una historia que nos ha involucrado a todos, encontrándonos ahora acusados, ahora acusadores. Ahora víctimas, ahora verdugos. Este rostro vio la luz en la tierra de Moisés, la tierra de la Santidad de Dios. En esta tierra, siglos después de la muerte de Cristo, la reina Elena, madre de Constantino, quiso construir un monasterio. Estábamos en el siglo IV. Dos siglos más tarde, en este mismo lugar, fue enterrado el cuerpo de Santa Catalina de Alejandría y se pintó el Cristo Pantocrátor. El martirio que sufrió la Santa fue también el que sufrieron los iconos en la lucha iconoclasta. El rostro del Bellísimo fue velado.
Solo en 1961, durante una operación de restauración de los iconos, se descubrió que bajo la pintura de un icono del siglo XII había otro más antiguo y majestuoso. Precioso. Era la imagen austera y suave del Cristo del Sinaí que hoy contemplamos. En él se cumple y permanece en el tiempo el deseo de Moisés: «Muéstrame tu rostro».
Hoy en día, al menos en Europa, no hay luchas iconoclastas ni revoluciones sangrientas como la que conmovió a Rusia en octubre de 1917, y sin embargo tantas veces da la sensación de que se quiere sistemáticamente este rostro de su panorama.
Un ejemplo significativo y dramático es el artista austriaco Arthur Rainer. Rainer ha hecho del rostro de Cristo su obsesión. Ha retomado los antiguos iconos del Pantocrátor, los ha reproducido con trazos apasionados y decididos y, luego, con un gesto impulsivo y extraño, ha superpuesto capas de color y los ha garabateado, intentando así hacer visible la voluntad de pisotear.
Sin embargo, al hacerlo, Rainer utiliza una técnica particular que deja al color una gran transparencia, de modo que Cristo siempre reaparece, indeleble. Ese rostro, a pesar de la voluntad de suprimirlo, permanece indeleble en la memoria del corazón.
Ante la evidencia del rostro de Cristo, que deja constantemente un sello indeleble en el corazón y en la historia del hombre, el artista austriaco dijo: «Cuando, por el hecho de ser retratado por un artista, un rostro muerto recibe en cierto sentido vida, se puede ver muy bien una metáfora de la Resurrección».
En la tensión entre el rostro del hombre que anhela la
salvación y el Rostro de Dios que en Jesucristo quiere mirar a los ojos a su
criatura, se abre la puerta de la mendicidad. Una mendicidad que el Papa Juan
Pablo II había expresado así:
Soy un caminante en la estrecha acera de la tierra
y no aparto mi pensamiento de Tu Rostro
que el mundo no me revela.
Recuerda, corazón, esa mirada
en la que te espera toda la eternidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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