Un rostro de rasgos eternos
En La subida al Calvario, de El Bosco, Cristo no es el centro de atención de la multitud. ¿Quién de ellos lo mira realmente? Nadie parece tener prisa por llegar al Calvario, al contrario, un soldado, con mirada maliciosa, bloquea con un escudo el avance del triste cortejo: ¡que Cristo no sea crucificado, que Cristo no muera! ¡Que no se repita el error de convertirlo en un héroe! Es necesario, en efecto, que Cristo sea crucificado para que se conozca el designio del Padre. El mismo Jesús lo había proclamado: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí».
El Bosco retrata proféticamente un mundo burlón y engreído; un mundo que no sabe qué hacer con la cruz porque fabrica muchas continuamente en detrimento de los más débiles y puros. Un mundo que convive dócilmente con la brutalidad y el sufrimiento inocente, siempre que este permanezca anónimo, dado por sentado, como todo lo que se da por sentado en la vida.
Si Cristo será elevado, entonces el sufrimiento tendrá un nombre; si Cristo será crucificado, se tenderá un puente sobre la muerte: el nombre del dolor será amor-que-se-da; el puente sobre la muerte será vida-que-no-muere.
Este es el rostro que hay que pisotear, sofocar en medio del confuso alboroto y el griterío petulante de mil rostros.
Aquí hay dieciocho rostros, dispuestos en grupos de tres por seis, que marcan el ritmo de la hora de las tinieblas. De estos dieciocho rostros, catorce están contraídos por la ira, la burla, los pensamientos malvados: son las catorce estaciones del vía crucis que, como un tornillo de dolor, aprietan a Jesús; pero catorce es también la suma numérica de las generaciones que componen en Mateo la genealogía de Jesús. Así, en esos catorce rostros se resume toda la humanidad, toda la miseria de la humanidad.
Hay hombres primitivos y vulgares, casi bestiales en sus gritos. Recuerdan a los toros de Basán que abren la boca contra el justo, como canta el salmo 22 (o 21).
Hay una religiosidad engreída, como la del guardia del Sumo Sacerdote, con su gorro rojo, signo de la soberbia que reina en su cabeza. Empuña un bastón, cetro de un mando injusto.
Como la del notable pensativo y adusto que mira con orgullo y rectitud delante de sí.
O como la del fraile junto al buen ladrón. Este, que debería ser testigo de la Palabra y que señala con el dedo y su rostro denota ausencia de misericordia.
No todos se dirigen al Señor Jesús, al contrario, aquí los hombres parecen devorarse unos a otros, parecen liberados de todo criterio y dominados por las fuerzas ocultas.
De hecho, hay mezclados entre ellos brujos (solo uno es claramente visible justo delante de Cristo, pero hay un segundo en lo alto, semiescondido por la oscuridad. Se reconocen por el sombrero largo con los colores del agua, el aire y el fuego, y una pequeña esfera en la parte superior, símbolo de la tierra. De la esfera parten hilos luminosos, signos del poder oculto. El sombrero simboliza, por tanto, los cuatro elementos fundamentales del universo sobre los que ejercen el poder mágico. Estos parecen ser los verdaderos responsables del caos y la locura humana.
Sin embargo, la cruz, tan cuidadosamente eludida, tan
torpemente oculta, traza la diagonal de todo el cuadro y permanece firme, como
un pivote, como único punto fijo y seguro de la escena. La cruz es el meridiano
de la historia, es la viga que sostiene el mundo que Cristo vino a edificar.
Es, en definitiva, el andamio del Templo que Cristo reconstruiría en tres días.
Luego están los cuatro rostros positivos: el de Cireneo, el del buen ladrón, el de Verónica y el de Jesús.
El Cirineo es aquel que ha aceptado sobre sí el yugo de la cruz y ya experimenta sus efectos.
El buen ladrón lanza una mirada suplicante a Cristo, se aleja de la salvación barata del religioso celoso y se vuelve hacia su compañero de viaje: el hombre que lleva con él la cruz.
Cristo es el icono de la paz en el caos, de la belleza en la fealdad del mundo. Tiene los ojos cerrados, pero es el único que ve; su cabeza reclinada descansa ya sobre la madera de la cruz, totalmente abandonado a la voluntad del Padre, seguro de la voluntad de Amor del Padre incluso en esta hora (Is 52, 13-14; 53, 3-4).
Cristo está en el centro de la diagonal de la cruz y de otra diagonal que parte del buen ladrón y llega hasta la Verónica.
También la Verónica tiene los ojos cerrados y, sin embargo, ve: ve la gloria de Cristo vivo. De la oscuridad absoluta que reina en la escena, surge luminoso el rostro de la Verónica. No hay ninguna fuente de luz cerca de ella, salvo lo que ve, salvo aquello hacia lo que se dirige su mirada íntima, su contemplación beatífica: el rostro de Cristo impreso en el paño, que ya anuncia su Resurrección.
Y es solo en este momento cuando El Bosco nos revela el decimonoveno rostro del cuadro. El único que mira hacia el observador. El único que nos interpela: el rostro sereno y divino de Cristo impreso en el sudario. Es él, el Resucitado, quien da sentido a la existencia humana. Es Cristo quien fija en el tiempo la paz, en medio de una historia amenazante pero, en última instancia, caricaturesca. Solo en Cristo el hombre encuentra su rostro humano, encuentra impreso en él la imagen del Cielo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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