Poner los ojos fijos en Jesús
Un fragmento de puerta, una mano, un rostro de Cristo.
«He aquí, yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo».
El pasaje está contenido en la carta a la última de las siete Iglesias de Asia Menor, la Iglesia de Laodicea. Laodicea, una ciudad inclinada al lujo, al disfrute, famosa por su colirio, un colirio que, por desgracia, no era capaz de mejorar la vista ni purificar la mirada.
Escribe al ángel de la Iglesia de Laodicea: Así dice el Amén, el Testigo fiel y verdadero, el Principio de la creación de Dios: Yo conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, es decir, ni frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Tú dices: «Soy rico, me he enriquecido; no necesito nada», pero no sabes que eres un desgraciado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que compres de mí oro purificado por el fuego para que seas rico, vestiduras blancas para cubrirte y ocultar tu vergonzosa desnudez, y colirio para ungir tus ojos y recuperar la vista. A todos los que amo, los reprendo y castigo. Sé, pues, celoso y arrepiéntete. He aquí, estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, cenaré con él y él conmigo (Ap 3, 14-21).
Yo soy el Amén
El abrirse de la puerta es una revelación, un apocalipsis, precisamente. Se nos revela un rostro en el que está toda la creación del mundo, está el resumen de la historia con sus sellos rotos, están los cielos y la tierra nueva de la promesa.
Los labios de Jesús tienen la expresión de quien acaba de hablar, de quien lo ha dicho todo, de quien ha pronunciado su Amén. Pero son también los labios de quien volverá a hablar, incansablemente, repitiendo esa Única Palabra que redime, si ello fuera necesario para la salvación de quienes están al otro lado de la puerta.
Nuestra tibieza y nuestra oscuridad
Al otro lado de la puerta estamos nosotros, morenos por la tierra, como la sombra que se adivina en la puerta. Nosotros, llamados a un banquete, y sin embargo tan irremediablemente distraídos; nosotros, invitados a la comunión con el misterio, y sin embargo tan obtusamente encerrados en nuestras certezas cotidianas.
Su mano está en la rendija
Por encima de nuestras tinieblas, se ha abierto una rendija de luz, nos inundan destellos dorados: el Señor ha llamado. ¿Quién le ha abierto? ¿Quizás nosotros? ¿O quizás la puerta ha quedado entreabierta gracias a los invitados que nos han precedido? ¿Gracias a aquellos que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero?
Gracias a ellos, tal vez, la puerta de las almas tibias
permanece entreabierta a la gracia. Y Jesús, que como el Padre no se da
descanso, obra: su mano ya está en la rendija, semejante a la mano del Esposo
del Cantico que sorprende a la esposa dormida y perezosa en responder. La mano
adivina la rendija y abre.
Yo duermo, pero mi corazón vela.
¡Un ruido! Es mi amado que llama:
«Ábreme, hermana mía,
amiga mía, paloma mía, perfecta mía;
porque mi cabeza está mojada por el rocío,
mis rizos por las gotas de la noche».
«Me he quitado el vestido;
¿cómo volver a ponérmelo?
Me he lavado los pies;
¿cómo volver a ensuciarlos?».
Mi amado ha metido la mano por la rendija
y un estremecimiento me ha sacudido (Ct 5, 2-4).
Si alguien escucha, yo iré a él
Jesús abre, pero no entra, agudiza el oído y mira. En la
mirada de Jesús hay inquietud, hay temor de ver lo que no se desea. Toda la luz
del cuadro está ahí, en los ojos tristes y profundos de Jesús. Quien los
contempla queda fascinado: es una luz que no admite sombras, que penetra, que
conoce, que ama.
Si alguien me ama, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él.
Si alguien me ama: he aquí la cuestión fundamental. ¿De qué deseo se alimenta nuestro corazón? ¿Qué comunión buscamos con Jesús?
Llamados por una mirada
Si alguien me ama. Si alguien me escucha. Si quieres...
La puerta permanece entreabierta así, infinitamente, hasta que nuestra libertad la abra de par en par. Los ojos de Cristo permanecen así, fijos en los nuestros infinitamente, promesa de un colirio mejor que el famoso de Laodicea. Un colirio que purifica la mirada y deja entrever el camino que conduce a la verdad y a la vida.
«A los que amo, los reprendo y los castigo». Esta advertencia del Apocalipsis es severa, pero llena de solicitud paterna. El camino hacia la verdad es exigente y requiere saber sondear el propio corazón, exponerse al esfuerzo de un examen para llegar, sin embargo, a esa plenitud de comunión que solo el encuentro con Él puede dar y satisfacer.
Cenar con Dios
Cristo está ahí, en la rendija de luz, está ahí con sus vestiduras teñidas de rojo para purificar las nuestras con una sangre ya derramada, totalmente, pero que sigue fluyendo, de siglo en siglo, de minuto en minuto, para cada generación.
El banquete es la puerta que abre al encuentro real y actual con Cristo Redentor, muerto por nosotros, entregado por nosotros. La Cena es un verdadero banquete, en el que Cristo se ofrece como alimento. Y es un banquete que involucra, incluso trastorna la vida: «El que me come vivirá por mí», parece decir con la mirada Cristo. Pero ¿quién comerá de Él? En los ojos de Cristo se vislumbra un velo de amargura, el velo de una espera, incumplida.
He aquí, esto también nos perturba: esta mirada ya no nos dejará como antes, este alimento nos unirá a Él para siempre. Nos hará morar en Él: tanto si velamos como si dormimos, estaremos con Él en una comunión especial con el Padre. «A quien me ama... me manifestaré. Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 21.23).
Mostrarnos, pues, celosos
La mirada de Cristo mueve a la acción. No podemos permanecer tranquilos en nuestras casas, seguros en nuestras certezas, estamos impulsados a seguir al Cristo peregrino que llama. Guiados por Él, también nosotros iremos llamando de puerta en puerta, de corazón en corazón, hasta que todas las casas se abran al mismo banquete, hasta que todos los corazones se abran a la misma luz: el banquete de la Cena es verdaderamente una rendija del cielo que se abre sobre la tierra.
Anunciar la muerte del Señor «hasta que venga» (1 Cor 11, 26) implica, para quienes participan en la Cena, el compromiso de transformar la vida, para que se convierta, en cierto modo, toda «alimento de pan de vida».
Detrás de la puerta, el Cielo.
Arriba, detrás de Cristo, se vislumbra un cielo azul. Es la profundidad del Misterio que nos llama. No dejemos que pase en vano la invitación. No digamos «somos ricos, nos hemos enriquecido». Levantemos la mirada hacia la humilde verdad de Dios, extendamos la mano hacia su mesa: se nos abrirá la eternidad del cielo y la puerta no se cerrará. Otros pasarán con nosotros, quizá gracias a nosotros, por el camino de la vida.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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