miércoles, 16 de abril de 2025

Repensar Jesús para repensar la fe.

Repensar Jesús para repensar la fe 

Somos una generación afortunada. Es cierto que vemos un mundo que se derrumba, pero también tenemos la oportunidad de ver uno que se levanta. El mundo que se derrumba es el precientífico. 

Sí, la ciencia aparece en el escenario humano en el siglo XVI, con el método científico inaugurado por Galileo Galilei, pero la imaginación precientífica sigue marcando hoy en día gran parte de nuestra forma de sentir y vivir. 

Seguimos diciendo que el Sol sale y se pone, aunque sabemos que en realidad es la Tierra la que se mueve alrededor del Sol. Seguimos pensando que las enfermedades son consecuencia de alguna culpa, para conjurar su miedo, como cuando decimos que, si una persona se resfría, es porque salió sin bufanda. Y esto a pesar de que sabemos muy bien que las enfermedades son consecuencia de bacterias, virus, caducidad física, herencia y una serie de otros factores científicamente observables. 

Por lo demás, somos hombres y mujeres del siglo XXI, capaces de aprovechar todo el potencial que las diversas ciencias han puesto a nuestra disposición. Tomamos el avión, usamos el smartphone, tomamos medicamentos de última generación. 

Sin embargo, hay un ámbito en el que nuestra forma de pensar sigue siendo absolutamente precientífica. Es el ámbito de la religiosidad. Nuestra forma de rezar y pensar en Dios ha permanecido prácticamente igual a lo largo de los siglos, sin verse afectada por los aprendizajes que el ingenio humano, don de Dios, ha ofrecido a nuestra reflexión. 

Nuestra forma de leer la Biblia se ha mantenido básicamente precientífica, a menudo incapaz de ir más allá de la literalidad de las palabras y de contextualizar la forma de expresarse de textos redactados hace muchos siglos. 

Seguimos pensando en Dios según categorías que el ser humano ha reconocido hace tiempo como insatisfactorias. Las neurociencias, la física cuántica y las ciencias bíblicas han empujado a la teología más allá de los conceptos tradicionales, para repensar a Dios de una manera más adecuada a nuestra capacidad de comprensión del mundo. Y nos piden que entremos en una teología diferente. 

Pensar en Dios en un horizonte precientífico significa imaginarlo como una figura fuertemente antropomórfica, es decir, con apariencia y sentimientos humanos, que habita en los cielos y desde allí gestiona y controla su creación, interviniendo directamente para resolver los problemas que la administración humana ordinaria de las cosas no logra desentrañar. Basta con rogarle y Él intervendrá. 

Así nos encontramos en el cortocircuito de un Dios bueno y omnipotente que, sin embargo, no siempre interviene a favor de todas nuestras peticiones. Y nos consolamos imaginando que esto depende del hecho de que no merecíamos ser escuchados. 

Esta forma de pensar en Dios se define como teísta, porque lo identifica con un theòs, que en griego significa precisamente Dios, con un significado antropomorfo. 

En esa visión tradicional, Dios es Padre en cuanto creador y, para resolver el antiguo problema del pecado humano, ha enviado a su Hijo, Verbo encarnado, para expiar la culpa que los seres humanos no son capaces de enmendar y pagar adecuadamente. 

Esta teología está desapareciendo inexorablemente, simplemente porque ya no es comprensible. Era accesible y evidente en un mundo culturalmente muy diferente al nuestro. 

El sistema monárquico justificaba a un Dios que actuaba como monarca absoluto decidiendo qué oraciones escuchar y cuáles no, un Dios soberano admirado por todos por sacrificar a su Hijo para salvar a los siervos. El sistema patriarcal justificaba a un Dios concebido como varón que prefería una jerarquía exclusivamente masculina. La ignorancia de los fenómenos naturales hacía evidente que Dios actuaba directamente en los rayos, las pandemias, los terremotos y las hambrunas. 

Hoy estamos en un orden democrático, el patriarcado es reconocido como un sistema social injusto y opresivo para mujeres y hombres, el conocimiento científico ha aclarado la causa real de los fenómenos naturales. Hoy es necesario repensar a Dios. 

Es necesario comprender que la Biblia habla con el lenguaje y la imaginación de personas concretas que escribieron en un contexto histórico y cultural antiguo. No poseían la verdad absoluta, palabra por palabra: trataban de balbucear el misterio de Dios, utilizando sus propias y pobres categorías circunstanciales. Estas deben ser comprendidas en su horizonte de sentido. 

Ya no podemos pensar que la Biblia se puede tomar al pie de la letra, no después de siglos de estudios bíblicos que nos han ofrecido criterios de lectura para descubrir que cada texto bíblico tiene una capa histórica, una teológica y una espiritual. 

Por lo tanto, podemos hacer un paso teológico, hoy más necesario que nunca, superando la lógica mítica. En este sentido, hablamos de post-teísmo - o posteísmo - donde «post» no significa simplemente «después», sino que indica una superación, una forma alternativa de pensar. 

Entonces, no veremos a Dios como el Ser supremo, que después de todo era un ser entre otros seres, sino más bien como el Fundamento del ser, la energía vital e intencional que permite que todo exista y que se puede intuir y expresar a través de la propia conciencia humana. Estamos injertados en Él. Como diría Pablo de Tarso, según el relato de los Hechos de los Apóstoles: En efecto, en Él vivimos, nos movemos y existimos (Hechos 17, 28). 

En esta lógica, también es necesario repensar a Jesús y el sentido de su filiación divina. 

Si Dios no puede ser pensado como el anciano barbudo que habita en los cielos, sino que es el Fundamento del ser, energía vital y amorosa, chispeante y entusiasta, no puede haber una entidad divina adicional que asuma formas y modos humanos encarnándose. 

Podría venirnos a la mente una página del Nuevo Testamento: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). 

Cuando el Evangelio de Juan presenta a Jesús como el Verbo que se hace carne, está diciendo que en Él el Verbo de Dios, es decir, su proyecto de realización se ha hecho historia. Se ha hecho visible. 

Aquí hay que entender que el concepto bíblico de filiación se refiere esencialmente a la lógica de la semejanza: ¿Muere el padre? Es como si no muriera, porque deja tras de sí a alguien que se le parece (Eclesiástico 30,4). 

No se es hijo exclusivamente porque alguien nos haya procreado, sino porque se nos parece de manera evidente. En este sentido, Jesús se parece tanto a Dios que se le define como Hijo. Hablar de Jesús como Hijo de Dios es, en definitiva, tratar de presentar el descubrimiento sorprendente y maravilloso de que quien lo encontraba percibía intensamente a Dios mismo. Jesús era transparencia de lo divino, porque en su vida se intuía una humanidad completamente abierta al Fundamento del ser, que nosotros llamamos Dios, hasta el punto de convertirse en visibilidad. 

Y esto se debe a que los criterios de Dios, es decir, la vitalidad y el amor, eran evidentes en Jesús. 

Jesús, de hecho, eligió estar del lado equivocado de la historia, el de los débiles y los excluidos. Y lo hizo precisamente porque el sueño de Dios es la vida plena para todos y todas. La inclusión de los que están al margen y la curación de las heridas del corazón. 

Jesús lo aclara al comienzo de su actividad profética, según el relato de Lucas, cuando en la sinagoga de su pueblo de origen lee una página del profeta Isaías y la declara cumplida en su obra: Le dieron el rollo del profeta Isaías; abrió el rollo y encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor».  Enrolló la Biblia, se la devolvió al asistente y se sentó. En la sinagoga, todos los ojos estaban fijos en Él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis escuchado» (Lc 4,17-21). 

Jesús vivirá concretando ese programa de misericordia, ternura e inclusión. En una sociedad que consideraba a los niños como una nulidad, él los señala como modelos de apertura a Dios (Mc 9,36-37). 

En un contexto patriarcal que relegaba a las mujeres a los hogares, como guardianas del hogar y al servicio de maridos e hijos, Jesús llama precisamente a las mujeres a seguirlo (Lc 8,2) y declara a María, hermana de Marta, que el seguimiento es posible también para ella: de hecho, es la mejor parte (Lc 10,38-42). 

En una época de religiosidad basada en la marginación ritual de los enfermos, considerados impuros y, por tanto, a los que había que mantener alejados, Jesús toca a los leprosos (Lc 5,13), dialoga con los endemoniados (Mc 5,1-20) y no rehúye el contacto con una mujer con fiebre (Mt 8,15). 

En una época marcada por una profunda aversión hacia los extranjeros, Jesús admira la fe de un centurión romano (Mt 8,10) y de una mujer cananea (Mt 15,28). Y dialoga largamente con una samaritana, que es la primera en reconocerlo como Mesías (Jn 4,5-42). 

A todas estas categorías de excluidos, Jesús anuncia un tiempo de plenitud posible. Ese tiempo de plenitud que él definía como reino de Dios, es decir, la condición existencial en la que Dios reina en nuestras vidas con sus criterios de amor y vitalidad. 

Jesús condenó duramente la acción de aquellos que detentaban el poder político y religioso, con el que oprimían a los débiles: ¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías, diciendo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos de hombres (Mt 15,7-9). 

A lo largo de toda su vida, Jesús expresó al máximo su humanidad: junto a Él, la gente sentía renacer su energía interior. ¿No es este el sentido de los milagros, una vez liberados de la lógica mítica con la que fueron narrados? 

Jesús concluyó su vida en una cruz, con palabras de perdón para quienes lo habían condenado a una muerte infame (Lc 23,34), manifestando una humanidad reconciliada y reconciliadora. Y fue el amor el que guio sus elecciones, porque sentía y sabía que Dios es amor (1 Jn 4,8).

Explicitó ese sentido a través de las señales del pan y el vino que, durante una cena de despedida con su grupo de discípulos, definió como su propio cuerpo y su propia sangre entregados para vivir con coherencia el anuncio liberador de un Dios que nos ama por lo que somos y, precisamente en virtud de ese amor gratuito y regenerador, nos impulsa a ser todo lo mejor que podemos ser. Todavía hoy celebramos esos gestos en un rito que nos devuelve el valor y la tenacidad de Jesús, insertándonos en la lógica del amor. 

Jesús entró definitivamente en la vida de Dios, en el abrazo amoroso y vital de ese Dios que sabía ser Padre y del que hablaba como de una Madre. Es el acontecimiento que la comunidad de los orígenes definió como la resurrección y narró con categorías míticas, claras para sus interlocutores y sus interlocutoras. 

Jesús se nos ofrece como modelo de una humanidad realizada. Él es el Hijo de Dios. Pero no quiere ser hijo único. Sabía que su experiencia no era exclusiva, sino que servía de pionero de algo. Por eso dijo: En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también hará las obras que yo hago y hará aún mayores que estas (Jn 14,12). 

La escuela paulina definirá a Jesús como el primogénito de toda la creación (Col 1,15). Por lo tanto, Jesús es Hijo de Dios, pero en la lógica del primogénito. Nosotros también somos hijos e hijas de Dios, llamados a manifestar con nuestra vida la belleza del Dios amante y vital que quiere nuestra felicidad. 

Somos una generación realmente afortunada. No solo asistimos al ocaso de un viejo mundo, sino que vemos los albores de uno nuevo. Podemos potenciar esta fortuna haciendo la transición de un mundo mítico precientífico ya desaparecido y el mundo que hoy el Dios de la vida nos regala como nuestro mundo. 

Y esta transición teológica es la base de cualquier otro proceso de reforma eclesial. 

Es la base de la forma de celebrar nuestra fe y de entender la oración. Si Dios no es quien interviene puntualmente en la historia humana, sino que nos deja actuar eficazmente para transformarla, nuestra oración de petición no hace más que recordarnos lo que nos importa y pedirnos cómo conseguirlo. Entonces redescubriremos la oración de contemplación, que nos hace observar el amor de Dios y nos empuja a vivirlo. 

La forma de pensar Dios tiene consecuencias directas también en la forma de sentir y vivir la Iglesia. Si Dios es el monarca absoluto que habita en los cielos, la Iglesia puede tener una conformación y una organización piramidal. Si, por el contrario, Dios es el Fundamento del ser, una energía vibrante y poderosa que se expresa en todas sus criaturas, cada uno de nosotros puede sentir la responsabilidad de hacer su parte, contribuyendo al crecimiento de la Iglesia y de la sociedad. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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