Una teología a su ritmo
La demanda de una «teología rápida» no debe sorprender. Tampoco resulta inesperado el hecho de que tal demanda pueda ser razonablemente cuestionada, dado que el término, en sí mismo, puede ser fácilmente malinterpretado.
Me pregunto: ¿de dónde viene la demanda y de dónde nace la resistencia? Una pista puede ayudarnos a entender mejor el sentido de este debate.
Cuando Antonio Spadaro argumenta a favor de una teología rápida, evoca algunos «lugares comunes» de la transformación del mundo: en primer lugar, evoca la luz eléctrica. Un mundo «electrificado» es un mundo acelerado, desde principios del siglo XX. Pero ya la aparición de los «motores» (de vapor, de explosión...) había perturbado las conciencias creyentes.
La oposición a los ferrocarriles y a las bicicletas forma parte de nuestra historia como católicos. Por no hablar de que la electricidad ha hecho posible el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión y, por último, el ordenador, la web y el smartphone. Toda esta «velocidad», incluso la escritura en la pantalla, se ha visto desde el principio como una tentación a la que resistirse.
Gran parte de la teología católica de los últimos 200 años deriva, más o menos directamente, de este trauma. Asumir la «rapidez del mundo acelerado» y pensar en ello con seriedad no es fácil. Incluso la crisis de los ritos puede interpretarse como una culpa de la velocidad del mundo. Y la rapidez parece asumir, de manera unívoca, un significado narcisista, egocéntrico y autorreferencial.
Sin embargo, debemos admitir que este esquema de interpretación sigue siendo esencialmente reactivo e injusto. Denuncia la rapidez en nombre de la lentitud, denuncia la autenticidad en nombre de la comunidad, denuncia la igualdad en nombre de la diferencia.
Hay aquí, en esta resistencia a la rapidez, una clara deuda con la lectura antimodernista de la fe frente al mundo tardo-moderno, que se ve convertirse en rápido, sustituir la acción por la contemplación, el derecho por el deber, el consumo por la custodia.
Romper una lanza a favor de la «rapidez» no significa encontrar inmediatamente respuestas a preguntas siempre nuevas. Significa, en cambio, tal como yo lo entiendo, tomar en serio el mundo nuevo, nacido en el siglo XIX y desarrollado durante 200 años, solo en una parte del mundo, y con el que el catolicismo todavía tiene dificultades para confrontarse.
Ciertamente, esta teología no es solo el fruto de una «adaptación» pensada como un rediseño. No se trata solo de introducir un léxico rápido en lugar de uno lento. Se trata, más bien, de elaborar un canon nuevo, que recurra a categorías y experiencias nuevas, madurándolas en una nueva relación a la luz del Evangelio y de la experiencia humana (Gaudium et Spes 46).
Aquí, me parece, el valor de una teología rápida requiere un trabajo que no es en absoluto rápido. Quizá demasiado rápida, desde esta perspectiva, ha sido la teología que ha hecho cuentas con el mundo tardo-moderno enumerando en primer lugar una serie de errores: empezamos a principios del siglo XIX y no hemos parado, al menos hasta el Concilio Vaticano II. Pero incluso después hemos vuelto a empezar. Eso se ha convertido en una forma rápida que no nos ayuda a ser fieles. Ser rápidos significa renunciar a este tipo de velocidad de juicio.
Es un error pensar que la aceleración es solo un invento tardío-moderno. Ciertamente, en sus formas culturales, sociales, económicas y estructurales, hay aquí una gran novedad. Pero la tradición conocía bien otras formas de velocidad, que hoy ya no nos son útiles. Mencionaré solo dos.
Durante siglos, incluso durante casi dos milenios, digamos desde el Concilio de Nicea hasta los siglos posteriores al Concilio de Trento, pensamos que el magisterio eclesial podía intervenir «rápidamente», con cánones de condena. Se pensaba principalmente que la verdad estaba garantizada si el error se condenaba públicamente. Este método, que ha tomado el nombre de «magisterio negativo», era muy rápido. En comparación con él, el magisterio positivo, inaugurado por el Concilio Vaticano II, es inevitablemente más lento, más articulado, precisamente por la necesidad de confrontarse con un mundo rápido, cambiante, que cambia de acento y de pensamiento.
Otro aspecto interesante es que una teología rápida, al tomar en serio el cambio de ritmo de la cultura, aprovecha la oportunidad para releer la tradición en su conjunto a partir de las nuevas evidencias.
¿Qué significa, por ejemplo, el fin de la familia extensa y el comienzo de la familia nuclear? ¿Qué significa la entrada de la mujer en el espacio público? ¿Qué significa el descubrimiento de la «edad evolutiva» en el crecimiento de los niños? ¿Qué significa que la concepción implica una colaboración paritaria de hombres y mujeres en el nacimiento de un nuevo sujeto?
Estas novedades culturales, científicas y sociales, todas ellas fruto de un mundo acelerado, no son solo ocasiones para decir la verdad siempre conocida, sino formas de comprensión original de la familia, la mujer, el nacimiento y el crecimiento. Entendemos cosas que nunca habíamos sabido.
Una teología que cree tener «principios ontológicos» de
revelación de lo que es el hombre, la mujer, la familia, el nacimiento y el
crecimiento, puede ser siempre muy, demasiado rápida. Ya ha resuelto las
cuestiones antes incluso de encontrarlas.
Una teología que acepta dialogar con la aceleración del mundo no se limita a recurrir a principios, sino que reelabora la escucha de la Palabra y la celebración del Sacramento como pasos abiertos, en los que la gracia irrumpe en la historia y manifiesta nuevas evidencias.
Visto así, la demanda de «teología rápida» parece razonable.
El primer efecto es liberar la tradición de mecanismos demasiado rápidos y sumarios para llegar a expresar un juicio. Una teología que supere el anti-modernismo como garantía de verdad se expone a los signos de los tiempos, de los que, poco a poco, puede aprender a dialogar con el mundo acelerado. En este sentido, una «teología rápida» resulta sacrosanta, aunque no poco exigente.
En este sentido, me parece que la exigencia de «rapidez», a pesar de las apariencias, constituye un verdadero remedio a las lógicas demasiado rápidas y sumarias que han caracterizado la época del anti-modernismo (pre y posconciliar) y de las que debemos aprender a liberarnos. Para ser rápidos debemos dejar de serlo lentamente.
Parafraseando a Immanuel Kant, puedo concluir así:
«Si midiéramos la rapidez de la teología no por la velocidad con la que sabe responder inmediatamente a las preguntas, sino por la cuidadosa consideración que sabe tener de los fenómenos en su aceleración histórica a la luz de la Palabra, podríamos decir que mucha teología sería mucho más rápida, si no fuera tan rápida».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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