Sabiéndonos amados
La ciudad de Dios no necesita la luz del sol o de la luna porque Dios la ilumina.
Así, Juan, ya anciano, desde la isla de Patmos, donde está exiliado, imagina la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo, de Dios, adornada como una novia dispuesta a encontrarse con su esposo. Una ciudad construida sobre el testimonio de los doce cimientos, los Apóstoles, con doce puertas (el doce en Israel es la totalidad), tres por cada lado, para que cualquiera pueda entrar.
Y nosotros nos enfrentamos a nuestras comunidades cansadas, asustadas, perdidas, y pedimos al Espíritu que nos dé un movimiento, una sacudida, que nos sacuda en lo más profundo.
El Resucitado lo dijo claramente: no debemos temer, ni tener miedo, ni estar turbados.
Por el mundo que implosiona, por la violencia de quienes matan en nombre de Dios, por la violencia de quienes matan en nombre de los antiguos dioses, el poder y el dinero, por el clima de creciente deshumanización, de pelea y declive que respiramos todos los días.
No, no tenemos miedo.
Concilio
Pablo y Bernabé luchan, pero no lo consiguen, desconcertados y aturdidos por tener que luchar en casa, contra la opinión de hermanos en la fe. Algunos fariseos que se han hecho cristianos vienen expresamente a Antioquía para denigrar su trabajo, para decir a los neófitos que primero deben circuncidarse. No, claro, no esperan ser atacados por los (autodenominados) hermanos en la fe. ¿Y qué hacen?
Bajan a Jerusalén, donde los Apóstoles, discuten, explican, piden ayuda.
Ayuda que llega con toda la autoridad de quienes estaban allí para escuchar a Jesús.
Van a la fuente. Como deberíamos hacer nosotros también hoy.
Se escuchan las diferentes opiniones, se argumenta, se discute. Animadamente, pero con el único deseo de apoyar lo que Cristo habría hecho.
Un mensaje tranquiliza y anima a los recién llegados: las puertas del nuevo Jerusalén terrenal están abiertas de par en par. Si hoy estamos aquí es por esa elección profética y con visión de futuro.
De aquellos que tienen el corazón que arde por hablar de
Dios. Para llevar a todos a conocer cuánto son amados.
Morar
Jesús nos pide que guardemos su Palabra, que la realicemos, que la encarnemos en nuestras elecciones. Si la fe permanece como un acontecimiento que se saca a relucir una hora a la semana o en momentos de dificultad, no experimentamos el ser habitados por el Padre y el Hijo.
Jesús lo dice explícitamente: habitar la Palabra, frecuentarla, conocerla, rezarla, meditarla tiene el efecto de una inhabitación divina.
Dios nos habita. Experimentamos la presencia divina.
Crece en nosotros la conciencia creciente de estar orientados hacia Dios, la experiencia de sentir su presencia. La fe, entonces, no se reduce a una elección intelectual, a un esfuerzo de la voluntad, sino que evoluciona hasta convertirse en la dimensión perenne en la que habitamos.
Dios siempre, Dios en todas partes, Dios buscado, Dios amado.
Morar: quedarse, no huir, no alejarse.
Morar: habitar, conocer, comprender, frecuentar.
A esto estamos llamados para experimentar la gloria.
Conozcamos y meditemos la Palabra que nos permite acceder
a Dios.
Recordar
No lo entendemos todo, y faltaría más, ni siquiera la Iglesia posee a Dios por completo, pero Ella es poseída por Él.
Jesús lo dijo y lo dio todo, la Revelación ha concluido, no necesitamos videntes que nos expliquen cómo hacerlo. Pero aún no lo hemos entendido todo. O lo hemos olvidado. O hemos escondido la Palabra detrás de montones de palabras.
El Espíritu viene en nuestra ayuda y nos ilumina. Ilumina a la Iglesia en la comprensión de las palabras del Maestro. Ilumina nuestra conciencia y nos permite comprender qué tiene que ver la fe con nuestra vida y nuestras elecciones cotidianas.
Invocar al Espíritu antes de cada elección, antes de la oración, antes de la celebración de la Eucaristía nos permite acercarnos al Evangelio con la frescura que merece, con el asombro de quien siempre encuentra novedades en Él.
Pacificados
Para experimentar la gloria debemos hacer las paces en nosotros mismos.
La frontera entre el bien y el mal está en nuestro corazón, el enemigo está dentro de nosotros, no fuera, y la primera auténtica pacificación debe tener lugar en nuestro interior con nosotros mismos y nuestra violencia y nuestra ira, la parte oscura que los discípulos llaman pecado.
Los cristianos, a menudo, cuando hablan de paz... ¡piensan en el cementerio! Una visión incorrecta y parcial de la fe, donde el cristianismo es flojo y desganado, habla de paz el primero de noviembre, pensando en nuestros difuntos que descansan «en paz».
El primer don que Jesús, resucitado, hace, según su palabra, es el de la paz, apareciéndose a los temerosos discípulos. Un corazón pacificado es un corazón firme, inquebrantable, que ha encontrado su lugar en el mundo, que no se asusta ante las adversidades, no se desespera en el dolor, no se desanima en la fatiga.
Un corazón que se descubre amado.
El descubrimiento de Dios en la propia vida, el encuentro gozoso con Él, la percepción de su belleza, la conversión al Señor Jesús reconocido como Dios, suscitan en el corazón de las personas una alegría profunda, desconocida, diferente de cualquier otra alegría. Es la alegría de saberse conocido, amado, precioso.
Don de Cristo
He aquí, ésta es la paz: saberse en el corazón de un voluntad benéfica y salvífica, descubrirse dentro del misterio escondido del mundo. Creer en esto, adhesión al fe casi siempre atormentado y sufrido, no inmediato y ligero, dona la paz del corazón.
Yo soy amado, tú eres amado.
Somos amados.
Junto a Dios podemos cambiar el mundo.
Este es un profundo, firme e inquebrantable paz, muy diferente del que se vende como ausencia de guerra o, peor aún, como guerra que se considera necesaria para imponer la paz.
Es una paz que permite afrontar con serenidad incluso los miedos.
Miedo al futuro, a la enfermedad, al trabajo precario, a no saberse amado, miedo y temor.
La paz del corazón, don y conquista, llama que alimentar continuamente con la llama del Resucitado, ayuda a afrontar el miedo con confianza, a no tener el corazón turbado. Al final de estos maravillosos días de Pascua, invocamos al Consolador, donado por el Padre, para afrontar nuestro día a día con la certeza de la presencia del Señor, día tras día, paso a paso.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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