miércoles, 16 de abril de 2025

Volver a la Palabra.

Volver a la Palabra 

Iglesias que se vacían, analfabetismo religioso, marginalidad de la cuestión de Dios: ¿señales de un agotamiento de la experiencia cristiana? Junto con la indiferencia generalizada en las sociedades occidentales, somos testigos de las crisis internas de las Iglesias, en cuanto a su identidad y credibilidad. ¡Menos creyentes y menos creíbles! El sentido del fin es un invitado inoportuno en los discursos sobre el cristianismo occidental. 

Ciertamente, la realidad es cada vez más compleja y diferenciada en comparación con los análisis unívocos. Pero es el clima percibido el que actúa como texto, reforzado aún más por la comparación con tiempos pasados, con una «triunfalista» fe. 

En resumen, ¡ya no hay tiempos como los de antaño! 

Pero ¿estamos realmente seguros de que «antes» era como lo imaginamos ahora? 

Algunos indicadores parecen confirmar objetivamente el retroceso que percibimos: antes había más participación en los ritos, había una presencia juvenil más consistente en las Iglesias. Es cierto. Los relatos evangélicos también dicen que Jesús era seguido por multitudes. Sin embargo, esta información, que leemos con nostalgia de los tiempos dorados de la fe, debemos ofrecerla junto con su compleja problemática. 

San Juan nos cuenta cómo, aquella vez que la multitud quería proclamarlo rey, Jesús huyó como ante una tentación. Y otros Evangelistas recogen las duras palabras del Maestro hacia su generación: «Son semejantes a niños sentados en la plaza, que se gritan unos a otros: «Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentos y no habéis llorado»» (Lc 7,32). 

Aquel predicador itinerante, para nada preocupado por aumentar su círculo, que vino para que todos y todas tengan vida en abundancia, testigo de un Dios que no exige sacrificios para sí mismo sino que, al contrario, al invertir la imaginación religiosa de siempre, es Él quien se sacrifica entregándose a nosotros, Él mismo el profeta fascinante, que puede presumir de un séquito que preocupa a los guardianes del orden público, he aquí que nos dice que sus palabras, en realidad, no consiguen suscitar alegría ni conmover al llanto. 

Que el interés en torno a su persona sigue siendo débil, a pesar de las apariencias, y sobre todo instrumental. Que, por tanto, desde el principio la partida se juega con esa indiferencia que habita en los corazones de todos, incluso de los que intentan unirse al Maestro de Nazaret. Que las multitudes, los ritos pueden convivir con la indiferencia. E incluso la escucha de las Escrituras: ¿recuerdan a los sabios en la corte de Herodes, interrogados sobre la pregunta de los Magos? ¿Y las citas doctas de Satanás, mientras tienta a Jesús en el desierto? 

De hecho, junto con la cuestión de la indiferencia hacia las palabras de las Escrituras, también hay que tener en cuenta los límites de estas últimas. Porque la Palabra puede ser malinterpretada; Ella, que se acerca hasta susurrar en nuestro corazón, es al mismo tiempo lejana, expresada con un lenguaje que ya no es el nuestro; y si pensamos asimilarla inmediatamente, la traicionamos por fuerza, doblando la alteridad de esa Palabra en busca de confirmaciones de lo que ya presumimos saber. 

A lo largo de estos veinte siglos de cristianismo, hemos sido hábiles en utilizar esta Palabra para nuestros fines. Y si la indiferencia siempre juega un papel principal en el teatro de la fe, los trajes que viste en el presente han sido confeccionados por sastres creyentes, que han acaparado las palabras de las Escrituras para usos canónicos, dogmáticos, moralistas…, políticos…, e instrumentales. Cuánta indiferencia actual nace del estilo sentencioso y de los contenidos vacíos de tanta predicación cristiana. 

¿Y qué decir del uso desenfadado de las Escrituras, aprendido además en nuestras Iglesias, por parte de personajes públicos que las citan, de políticos que juran sobre ese libro, antes como ahora, sacando de ello políticas mortíferas? Podríamos decir: es el destino de las palabras, frágiles por naturaleza y susceptibles de usos indebidos. 

O en lenguaje bíblico: es el precio que hay que pagar por hacerse carne de la Palabra, por su humillación y vaciamiento hasta el punto de decirse mediante la locura de la cruz, en ese espectáculo de burla en el que el Maestro de Nazaret exhala su último aliento. Antes de morir, nos dice San Lucas, Jesús dice a las mujeres que lloraban su triste final que son ellas y sus hijos quienes deben llorar. 

Traduzcamos esto a un lenguaje corriente: no os lamentéis tanto de la indiferencia y el cinismo de los demás que matan a Dios; trabajad en vosotros mismos, elaborad en vuestros corazones el duelo por la muerte de la Palabra. 

Porque esa Palabra, que, aunque en algunos momentos, seguís oyendo en vuestras Iglesias, resuena en vuestros oídos como letra muerta, como palabra que se dice, pero ya no significa. 

Sabemos que elaborar el duelo es una tarea exigente, que dura mucho tiempo. El duelo cuestiona la existencia de quien se atreve a llevarlo a cabo hasta el final. Y que, en cuanto a las escrituras judeocristianas, requiere una nueva curiosidad, un trabajo a largo plazo, paciencia en la lectura. Invoca una atención que no puede reducirse a la asimilación de contenidos religiosos. 

De hecho, aquí está en juego nuestra vida, ya que la Escritura plantea a todos y a todas la cuestión radical: ¿sabes lo que significa vivir? Tú, que no has venido al mundo con instrucciones de uso, ¿te atreves a plantearte la pregunta existencial sin tomar el atajo de «así hacen todos»? 

El sentido de volver a leer las Escrituras está todo aquí. Pero para que esto suceda, para que pueda surgir un nuevo interés por esta Palabra, es necesario que nosotros los creyentes la arranquemos de ser algo de la Iglesia, lenguaje interno de quien cree, confirmación de lo existente o instrumento para validar nuestros caminos, que no son los divinos. 

Debemos volver a escucharla y estudiarla para medirnos con esa forma particular de habitar la tierra que, en Ella, la Palabra, se narra. Con esa vida buena que el misterio del mundo que llamamos Dios ha soñado para cada ser vivo desde la creación del mundo. Una escucha que nos arroja a otro mundo, sin olvidar las preguntas que surgen en nuestro mundo. 

Es un poco como en el teatro: se abre el telón y ya no estás en tu mundo, sino en el mundo del teatro. Y tu única preocupación es entrar en esa historia, comprender qué idea del mundo se han hecho los personajes en acción, siguiendo el conjunto de la representación, en todos sus actos y sin detenerte en una sola afirmación. Y al final, cuando se cierre el telón y vuelvas a tu mundo de siempre con las imágenes y las palabras de la representación a la que has asistido aún vivas, podrás comparar esa experiencia con la tuya, entre esa forma de habitar la tierra y la actual. Serás tú quien saque las conclusiones, no los críticos literarios ni los expertos. 

Pero esto significa que asumes la responsabilidad de plantearte la pregunta: ¿qué significa vivir? Y lo haces dejando de dar vueltas a tus ideas habituales, intentando en cambio medirte con una Palabra diferente, con una luz que llega de otro lugar. Sabiendo que la gran tentación es precisamente la indiferencia. Y que lo que marca la diferencia es el valor de cuestionar la vida en su raíz. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Una ventana a la eternidad: Suites para violonchelo solo de Johann Sebastian Bach.

Una ventana a la eternidad: Suites para violonchelo solo de Johann Sebastian Bach En la famosa novela - “ 2001: Una odisea espacial ”- que e...