martes, 15 de abril de 2025

Una costosa renovación eclesial.

Una costosa renovación eclesial 

La Iglesia no es un parlamento, es decir, no se establece la verdad a golpe de votos mayoritarios o de oposición. 

La Iglesia tiene dos criterios irrevocables e inmutables para orientar su camino: 

1.- el primer criterio es la misma persona humana de Jesús tal como se cuenta en los Evangelios (por lo tanto, no las teologías alejadas de la realidad ni las revelaciones privadas alejadas del Evangelio); 

2.- el segundo criterio es la voz de los últimos que, aunque no están en ningún cónclave sinodal, están gritando con razón para poder conocer en concreto esa verdad que libera, anunciada y vivida por el mismo Jesús. 

Basta con mirar a nuestro alrededor y ver, solo dentro de la Iglesia, cuántas personas se sienten ignoradas. En general, los laicos, las mujeres, los homosexuales, los divorciados, los cada vez más numerosos no bautizados, los ministros ordenados que se van, o los presbíteros obligados a un concubinato oculto, los mismos jerarcas eclesiásticos elegidos en secreto y con poderes feudales no saben cómo liberarse de un poder absoluto y absolutista, la institución eclesial monárquica… Todas estas cuestiones, y otras más, afectan a la estructura misma de la Iglesia y a su visión de cómo estar en el mundo sin ser del mundo. 

No es fácil estar en el mundo sin ser del mundo, es decir, sin adoptar los métodos del mundo. Habría que aprender primero a estar con Jesús para asumir el espíritu de su mentalidad y la fuerza de su forma de actuar llena de comprensión y compasión. Aunque es Él quien nos da su Espíritu, este Espíritu es totalmente estéril si no es asumido por la misma persona a la que ha sido dado. En tal caso, el Espíritu no asumido no podrá por sí solo transformar las estructuras de la Iglesia en instrumentos de servicio real, si no hay una clara y humilde disposición a colaborar con Él. 

A veces parece que la Iglesia, obstinadamente aferrada a la yunta de la doctrina y del canon, pierde la oportunidad de ser dinámica y de acoger lo nuevo que llama a su puerta para ser reconocido. Lo nuevo necesita odres nuevos, una Iglesia nueva y renovada necesita cambiar sus estructuras, sin excusarse con la fidelidad a la tradición: tenemos una sola fidelidad que mantener, la del Evangelio. 

A lo nuevo que lleva a una mayor apertura de mente y corazón, especialmente para acoger a quienes se sienten perdidos o rechazados, habría que abrirles las puertas de par en par y no oponerse a ello, lo que anularía la buena voluntad de muchas personas y el amor mismo que la Iglesia dice querer para todos. ¡Nunca se ama «con la condición de que...»! 

Antes de recordar algunos temas específicos, que la Iglesia tiene miedo de abordar, me gustaría subrayar que no es Jesús quien debe encontrarse en la institución de la Iglesia, sino que es la Iglesia quien debe encontrarse donde está Jesús, es decir, donde dos o tres están reunidos en su nombre en fraternidad. Donde hay caridad y amor, ahí está Dios, por lo tanto, no necesariamente en los perímetros establecidos por el hombre, por muy consagrados que estén a su juicio, ni en sus doctrinas, ni en sus cánones, por muy espirituales, religiosos, sagrados…  que parezcan. 

Sin analizar temas candentes y actuales, no tendría las herramientas, quiero ponerme en la actitud simple del resaltador de esos temas llevando mi agradecimiento a todos los que están involucrados, no sin sufrimiento, en esos temas.

Un agradecimiento a los laicos: ellos me han ayudado a abrir los ojos fuera de mi pequeño huerto teológico eclesiástico. A las mujeres, un agradecimiento especial: a pesar de haber sido las primeras en comprender y dar testimonio del Jesús vivo más allá de su muerte. Hoy en día, querrían continuar en la Iglesia, no con los poderes sacerdotales, tan desconocidos en los Evangelios, sino con la misión de poder anunciar de pleno derecho aquello de lo que la humanidad masculina se ha apropiado desde el principio, relegando a las mujeres más a su servicio que al servicio del Maestro. Espero que se supere cierta actitud misógina y que la prohibición de ser Apóstoles a todos los efectos no se deba al miedo a perder el poder. 

También a los hermanos gays va mi agradecimiento. Han tenido el coraje de llevar la alegría al interior de la sexualidad, además de vivir una verdadera relación de amor entre homosexuales, rompiendo así el monopolio que parecía pertenecer solo a los heterosexuales. Cada manifestación humana del amor es, lo quieran o no los obispos, una manifestación de lo Trascendente, de Dios. 

También doy las gracias a los divorciados que han tenido la fuerza de romper un vínculo que los excluía de la esfera del amor y que producía más sufrimientos inhumanos que ayudas para evolucionar hacia horizontes más amplios y creativos. Divorciarse no siempre es un fracaso, pero a menudo es un acto que quiere salvar la alegría del amor al que todos tienen derecho. Cambiar de camino no es malo, si los nuevos objetivos son los de salvaguardar a todos los seres humanos involucrados. Por lo tanto, no se les puede limitar a cualquier acción de la comunidad. 

Es de justicia dar las gracias a los no bautizados: denunciando con su audaz gesto la hipocresía y el pantano que sin duda han visto en las instituciones religiosas, han empezado a plantear serias preguntas a la Iglesia sobre su forma de ser y presentarse al mundo de hoy. La necesidad de una verdadera y real transparencia en la Iglesia es más urgente que nunca, no puede posponerse. 

Gracias a mis hermanos ministros ordenados que, tras dejar el ministerio por fidelidad a sí mismos y a su interioridad, han seguido amonestando al aparato feudal e imperialista de la jerarquía eclesiástica, dándonos a todos el impulso para trabajar mejor dentro de nuestro ministerio, para que resplandezcan la sencillez y la honestidad más que las máscaras de la hipocresía. Lo mismo vale para los presbíteros que viven en el ocultamiento y en la laceración interior su situación de padres de hijos e hijas, que, con sus madres obligadas a ocultarlo todo, nunca podrán ser reconocidos no solo por la ley, sino ni siquiera por la comunión eclesial. Un celibato eclesiástico impuesto va en contra de todo derecho humano. Ni siquiera puede proponerse como condición, no sería más que chantaje. 

Doy las gracias, una vez más, a todos aquellos que, por amor a la transparencia, nunca se han doblegado ante el chantaje y la compraventa de títulos o puestos de alto rango en las instituciones religiosas, ni se han postrado ante obediencias absurdas con tal de no perder privilegios y ser así estimados por sus superiores. Pero ¿no tenemos un solo Superior, Dios? 

Los roles en este mundo pueden ser muy diferentes entre sí, pero ninguno de ellos da derecho a quien los desempeña a crearse una superioridad indebida y humillante sobre el otro. ¡Solo tenemos un Soberano, el Señor! Los demás podrán ejercer poderes establecidos por leyes y acuerdos, pero nunca podrán ser reconocidos por el sentido común y la fe genuina de las personas de buena voluntad. 

El camino eclesial y sinodal deberá consumir todavía muchas sandalias para llegar a esa metanoia tan deseada por Jesús. Un cambio radical de las estructuras ya no puede ser diferido. 

La Iglesia no es un parlamento, es cierto, pero tampoco es un museo donde se mantienen estatuas relucientes pero inermes y heladas para dar la sensación y engañar a los observadores. 

Lo que he escrito no es un dogma, sino mis reflexiones para abrir una reflexión abierta y no supeditada al taciturno comportamiento que prevalece hoy en día en muchos entornos, incluido el de la Iglesia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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