miércoles, 14 de mayo de 2025

Jesús se hace pregunta.

Jesús se hace pregunta 

El episodio evangélico de la «confesión de Pedro» está situado por Mateo en los alrededores (literalmente «hacia las partes de») de Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la tierra de Israel, en las laderas del monte Hermón, donde nace el Jordán, cerca de aquella ciudad que en su propio nombre lleva las huellas de sus orígenes romanos y de su nobleza imperial. Cesarea es la Imperial. Fue llamada Cesarea precisamente por Felipe, el tetrarca, en honor al emperador.

 

Y es precisamente allí donde tiene lugar la confesión que proclama a Jesús como Mesías. Es interesante observar que estamos muy lejos de Jerusalén, prácticamente en el vértice geográfico, pero también simbólico, opuesto al lugar donde se encuentra la «ciudad santa».

 

Es en esta zona excéntrica, periférica y paganizada donde resuena la confesión mesiánica de Pedro. De hecho, con esta statio en las cercanías de Cesarea de Filipo, el itinerario que llevó a Jesús a Genesaret (14,34), luego a las cercanías de Tiro y Sidón (15,21), luego a lo largo del mar de Galilea (15,29) y a la región de Magadán (15,39), llega a su última etapa. Inmediatamente después, el camino de Jesús tomará otra dirección, dirigiéndose hacia Jerusalén: «Desde entonces, Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén» (Mt 16,21).

 

En Cesarea de Filipo, Jesús interroga a sus discípulos. Y los interroga en dos ocasiones. Primero de manera indirecta, luego directa o, podríamos decir, sin escapatoria. Tras una primera pregunta genérica sobre quién dice la gente que es el Hijo del hombre, una pregunta que no interpela personalmente y no involucra demasiado a sus discípulos, les hace una pregunta de la que no pueden escapar: «¿Quién decís que soy yo?». Es más, el texto contiene un matiz adversativo: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

 

Es decir, según Jesús, su condición de discípulos debería haberles llevado a un conocimiento diferente y más profundo de él, más allá de las habladurías y opiniones de la gente. No solo eso, en la primera pregunta, Jesús pregunta por la identidad del Hijo del hombre, quizás el título mesiánico más elevado (cf. Mt 9,6; 10,23; 16,27-28; 19,28; 24,27.30; 26,64; etc.), pero en la segunda pasa directamente al yo y la pregunta se vuelve personal, apremiante, incluso dolorosa.

 

Vosotros que habéis vivido conmigo, vosotros que habéis escuchado de cerca mis palabras, vosotros que habéis compartido conmigo un tramo de vida y de camino existencial, vosotros, ¿quién decís que soy yo? Jesús se hace pregunta por sus discípulos. Y Jesús nos alcanza como pregunta.

 

Él mismo es la pregunta que nos inquieta, que nos sacude, que no pide ser evadida con una respuesta ilusoriamente exhaustiva, sino que se repite cada día y en cada etapa de la vida. Incluso para el creyente, Jesús no es ante todo y únicamente una respuesta, o la respuesta, sino una pregunta, la pregunta.

 

Y precisamente este carácter interpelador de Jesús es vital, vivificante y dinamizador. Ciertamente, como una espina en la carne. Jesús es una pregunta a la que no es nada fácil responder. Como se desprende también de nuestro texto. Si a la primera pregunta de Jesús sigue una respuesta colectiva, de todos los discípulos: «Ellos dijeron» (Mt 16,14), a la segunda, que también está dirigida a todos ellos, responde solo uno, Pedro. Esta pregunta hace huir a muchos, deja mudos a muchos, opera una selección radical: esta pregunta pone a prueba a los discípulos que, antes de huir en el momento de la pasión, ya se desvanecen incapaces de decir nada. Excepto Pedro.

 

Pero antes de todo, los discípulos pasan revista a las identificaciones de Jesús que circulaban entonces entre la gente. El rasgo común de las diferentes identificaciones es el carácter profético atribuido a Jesús. En primer lugar, Juan el Bautista, a quien Jesús mismo reconocía como profeta, es más, como «más que un profeta» (Mt 11,9), como precursor del Mesías (Mt 11,10). Mateo señala que la multitud consideraba a Juan «un profeta» (Mt 14,5; 21,26). Ciertamente, al identificar a Jesús con el Bautista, se suponía que Juan había resucitado, ya que Herodes lo había condenado a muerte (Mt 14,3-12). Esta identificación era también la opinión de Herodes, que decía de Jesús: «Este es Juan el Bautista. Ha resucitado de entre los muertos y por eso tiene poder para hacer prodigios» (Mt 14,2).

 

En cuanto a Elías, la tradición bíblica lo consideraba precursor de la venida del Señor (Mal 3,23; Eclo 48,10) y Jesús lo identificó con el Bautista (Mt 11,14; 17,10-13). Solo en Mateo se encuentra la referencia a Jeremías. Este fue el profeta que vivió una verdadera pasión, sufriendo mucho a causa de la casta sacerdotal y padeciendo mucho en Jerusalén. Quizás, por tanto, en la referencia a Jeremías en relación con Jesús se esconde la alusión a la historia de contradicción y sufrimiento que esperará al Hijo del hombre en su camino, que encontrará en Jerusalén su etapa decisiva (cf. Mt 16,21).

 

Para otros, finalmente, Jesús es simplemente un profeta, un profeta como otro cualquiera. Pero todas estas palabras quedan en la superficie, y Jesús mismo no se conforma con ellas. Sobre todo, le interesa saber qué han comprendido de él sus discípulos.


 

A la segunda pregunta de Jesús, Pedro responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Pedro retoma la confesión de los discípulos que estaban en la barca: «Tú eres el Hijo de Dios» (Mt 14,33); antepone la confesión mesiánica: «Tú eres el Cristo», y añade el adjetivo «vivo». Pedro retoma del Primer Testamento la expresión que define al Dios de Israel como el «Dios vivo» (cf. Dt 5,26; Os 2,1) y, unificando la confesión mesiánica y el reconocimiento de la divinidad, compone un título único, típicamente cristiano, en el que emerge la centralidad de Jesús como manifestación de la plenitud de la vida que viene de Dios.

 

Pedro reconoce en Cristo a aquel que da vida a Dios en su existencia. Pedro, la piedra que se hundía en las aguas del mar de Galilea, agobiado por la poca fe y las dudas sobre quién era realmente Jesús («Si eres tú»: Mt 14,28), ahora se convierte en piedra viva (cf. 1 P 2,5) gracias a la fe, y a una fe que es por gracia, por revelación, como Jesús mismo le declarará (Mt 16,17). Del «Si eres tú» al «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» se produce un paso que no se debe a una evolución de la inteligencia, sino al don de Dios.

 

De hecho, Jesús responde a Pedro proclamando su bienaventuranza como depositario de una revelación desde lo alto. Jesús reconoce que Pedro se ha convertido en receptáculo de la revelación de Dios. La confesión de Pedro está bajo el signo de la gratuidad, no del mérito. Y el hecho de que Jesús llame a Pedro con la expresión aramea que contiene el patronímico, «Simón, hijo de Jonás» (Mt 16,17), y luego utilice la fórmula hebrea «carne y sangre», indica que esta revelación se ha depositado sobre la debilidad humana de Pedro, sobre su humanidad frágil y pobre.

 

Como destinatario de la revelación divina, Pedro es uno de los pequeños objetos de la benevolencia y la complacencia divinas. La bienaventuranza dirigida a Pedro se hace eco de la alabanza dirigida por Jesús al Padre «porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a los pequeños» (cf. Mt 11,25).

 

Esta proclamación dirigida a Pedro está en la base de la afirmación sobre la Iglesia (Mt 16,18). La Iglesia nace de la gracia y del don de Dios. Una gracia y un don que Pedro ha experimentado en primera persona. La firmeza de Pedro va acompañada de la conciencia de su fragilidad y debilidad, que ciertamente no le son quitadas, como se verá en el resto del relato evangélico: la última mención de Pedro en el primer Evangelio nos lo muestra entre lágrimas después de su triple negación (Mt 26,75).

 

Pedro, aquí gratificado -en sentido etimológico- con una bienaventuranza dirigida nominalmente a él, no volverá a ser mencionado por Mateo en los relatos de las apariciones del Resucitado. La figura de Pedro permanece con toda su ambivalencia, que lleva a Jesús a declararlo roca y piedra de escándalo, destinatario de la revelación del Padre y de Satanás (Mt 16,23).

 

La afirmación de que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia expresa el hecho de que la Iglesia, obra de Cristo mismo y fundada sobre su resurrección, prolonga la vida de Jesús que, resucitado de entre los muertos, da esperanza a todos los hombres. La apertura al don de Dios permite a la Iglesia contrarrestar la acción de las fuerzas del mal, dando espacio al poder de Cristo mediante la fe. La Iglesia vive de la promesa de Cristo.

 

Por último, Jesús habla de las llaves del Reino entregadas a Pedro y de su poder de atar y desatar (Mt 16,19). Estas palabras designan a Jesús como aquel que determina los criterios de la acción eclesial. Las «llaves» designan la autoridad (cf. Is 22,22). Jesús es el Señor y las posee y las entrega a quien lo reconoce, confiándole así la autoridad para enseñar de acuerdo con su palabra.

 

Si los fariseos se llevaron la llave del conocimiento impidiendo la entrada al Reino a quienes querían entrar (cf. Lc 11,52), las llaves del Reino que Jesús entrega son esenciales para que todos los pueblos entren en el Reino: «Id y haced discípulos a todos los pueblos [...] enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19).

 

El poder de las llaves va acompañado del poder de atar y desatar, es decir, de prohibir o permitir, en el ámbito disciplinario y doctrinal. Y se convierte, en particular, en el ámbito eclesial, en el poder de perdonar los pecados, verdadero poder que narra la potencia de la resurrección.



P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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