El riesgo mortal de la indiferencia
La indiferencia actúa de forma pasiva, pero actúa. Cuesta escuchar al otro, el tiempo se congela y ya no surge la lucha y el
enfrentamiento con el mal. Es urgente el nacimiento de una generación de
«reconstructores de puentes de cordialidad, encuentro y simpatía».
La indiferencia es el peso muerto de la historia, es la materia inerte, actúa de forma pasiva, pero actúa. Actúa en lo más profundo del interior de las personas como una enfermedad moral que también puede ser mortal.
La indiferencia encierra la clave para comprender la razón del mal, porque cuando crees que algo no te afecta, no te concierne, entonces no hay límite para el horror. El indiferente es cómplice. Sin sentir, sin remordimientos, sin indignación, sin esperanza ni piedad. Conciencia vacía: se pierde el atractivo del mundo, del tiempo, de la vida, del otro.
La indiferencia congela el tiempo: no sentir al otro y no (querer) sentir nada más que a uno mismo, ya no hace esperar, no hace encontrar, no hace descubrir. Los momentos, los días se vuelven grises, como un pantano. No hay ningún acontecimiento si no captas lo que gime o tiembla en los cuerpos, en las personas. En ti mismo.
¿Cómo se puede estar motivado para salvar al ser humano de la deshumanización?
Alguien ha dicho que estos son los años de la muerte del prójimo. Sin duda son años de una ostentación generalizada de autosuficiencia y autorreferencialidad, a veces cínica e irresponsable. En los que incluso la libertad acaba agotada y perdida.
Hay una anotación sencilla y profunda en Laudato si’ -49-: «muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro, a veces favorecida por la desintegración de nuestras ciudades, ayuda a cauterizar la conciencia y a ignorar parte de la realidad en análisis sesgados».
Las culturas especializadas, la investigación
universitaria, las competencias y habilidades pierden relevancia y se vuelven
indiferentes, autosuficientes y autorreferenciales. Ven y pasan de largo.
Como consecuencia de todo esto ya no surge la lucha y la confrontación con el mal, ya no nace el deseo y la búsqueda del bien, ni siquiera el amor por lo real. La indiferencia promueve continuamente justificaciones y descompromiso moral, pone entre paréntesis nuestras sombras.
Solo cuando nos atrevemos al encuentro, a la mirada, descubrimos que podemos soportar la sombra, y también nuestra pequeñez, nuestras contradicciones. Que tal vez estamos maduros para la esperanza, que podemos mirar la noche tal y como se presenta.
Y que podemos escuchar la llamada «centinela, ¿cuánto queda de la noche?» (Isaías, 21,11) y convertirnos en monjes guardianes de la esperanza del mundo, que guardan en lo más profundo la espera del amanecer. Que somos un poco de luz buscando lo nuevo, lo que nace, lo que reabre el tiempo.
Me gusta recordar a María Zambrano, pero también a Julia Kristeva cuando hablan de la «necesidad de creer»: sí, el cuidado de la vida nos lleva a la necesidad de creer y a la posibilidad de confiar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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