lunes, 25 de agosto de 2025

La belleza de las cosas, los momentos…, cotidianos de la vida.

La belleza de las cosas, los momentos…, cotidianos de la vida

¿Emerge del cosmos, de la evolución de la vida en la Tierra, de la historia, de la vida cotidiana, un mensaje que da sentido y valor a la existencia? 

Hay cuatro posibles respuestas: 

1) sí, y está revelado: así lo sostienen las religiones;

2) no, no hay ningún mensaje: así lo sostiene el ateísmo nihilista;

3) sí, pero nunca lo sabremos: así lo sostiene el agnosticismo;

4) sí, pero hay que descubrirlo con la propia interpretación: es la posición definible como «fe filosófica» para diferenciarla de la fe revelada. 

El mensaje que yo consigo captar en el despliegue del mundo es la belleza: de la naturaleza, del mundo, de la vida. Creo que es algo universal: ¿hay alguien insensible a la belleza? Si dijera Dios, alma, libertad, justicia, bien, verdad, se podría dudar… Se duda incluso de la existencia del amor; pero no, creo, de la belleza. 

La belleza en el mundo y del mundo es un hecho. Es, dice Platón, la única «idea visible», la luz que el ser manifiesta a veces, la ayuda indispensable para la conciencia perdida. En la oscura selva por la que caminamos, la belleza constituye el sendero... 

La belleza no se puede definir porque su acción peculiar es exactamente contraria a la definición: es «infinito», abrirse al infinito. Cuando estamos ante ella, nos sentimos atraídos y empujados a salir de nosotros mismos y, por eso, si tenemos que decir qué es, nos faltan las palabras. Las experiencias más intensas de la belleza son siempre apofáticas, cargadas de silencio. La experiencia estética es siempre también una experiencia extática. 

Sin embargo, hablamos de la belleza, lo hacemos desde niños diciendo «¡qué bonito!» o «¡qué feo!», y por eso hay una serie de términos que intentan circunscribirla: armonía, arte, elegancia, estética, encanto, forma, gloria, gracia, gusto, maravilla, proporción, esplendor, estilo, sublime. 

¿Por qué nos atrae la belleza? ¿Por qué nos detenemos a recoger piedras y conchas, hojas y flores? ¿Por qué un rostro humano puede incluso hipnotizarnos?

La física nos enseña que todo objeto material es el resultado de una agregación de elementos: de moléculas constituidas por átomos, y de átomos constituidos por partículas subatómicas. Si consideramos estas partículas como la base de los fundamentos del ser, ya no tenemos que ver con la solidez de la materia, sino con la vibración de la energía, de modo que el ser aparece como una gran onda que vibra y que, al vibrar, produce agregaciones cada vez más complejas, y todo se revela como un paquete, o mejor dicho, como un acuerdo de ondas. 

Si, por lo tanto, todo es el resultado de una vibración, se deduce que la experiencia estética puede describirse como la sintonía de la vibración constitutiva del objeto con la vibración constitutiva de nosotros como sujetos. La vibración del objeto se une a nuestra vibración, y esa resonancia es precisamente la experiencia estética. 

«La belleza salvará al mundo», escribió Dostoievski a través del famoso protagonista de El idiota, el príncipe Myshkin, y creo que nunca como ahora la conciencia siente la necesidad de algo que salve nuestra vida. Pero para sostener el valor salvífico de la belleza, hay que ser consciente de la ambigüedad que la rodea. Por lo tanto, es necesario aclarar de qué nos salva la belleza. 

Creo que la belleza nos salva de tres amenazas que se ciernen sobre nuestra existencia, dos de las cuales son estructurales a la condición humana, mientras que la tercera está ligada a la coyuntura histórica particular: 

  • La primera es la agresividad, la ira, la violencia, la sed de dominio mediante la lógica de la manada; en una sola palabra, la maldad. 
  • La segunda es la depresión, la ausencia de sentido, el colapso interior, la nada nihilista; en una sola palabra, el miedo. 
  • La tercera es la tecnocracia inminente que puede derivar del inmenso poder de la tecnología; en una sola palabra, la extinción de la libertad. 

De la primera amenaza nos salva la belleza, porque el encuentro con ella nos saca de la estrecha lógica de la manada. Si amo la belleza, de hecho, sabré reconocerla en todas partes, incluso en aquellos a quienes considero enemigos, con el resultado de que ya no lo serán. Muy a menudo, lo que da identidad a un ser humano es también lo que lo separa de todos aquellos que no comparten su identidad, y esta lógica aprisionadora hace que la identidad más fuerte genere a menudo también la intolerancia más fuerte. Pues bien, es de este vínculo entre identidad y violencia de donde la belleza puede salvar con su poder transfigurador, que dilata el yo empujándolo a superar su horizonte limitado. 

De la segunda amenaza, que es el miedo a vivir, la belleza salva porque el encuentro con ella llena la vida de maravilla y, por lo tanto, derrota el sinsentido y el nihilismo que deprimen el instinto vital. Experimentar la belleza significa recibir una especie de revelación que, partiendo de la belleza terrenal, nos habla de otra Belleza más verdadera que, como dice Platón, nos «da alas»: así, la vida adquiere impulso, dirección, significado, sabor. La belleza es, por tanto, una revelación: es el anuncio del mundo verdadero al que pertenecemos y al que podemos volver. 

Hoy, por último, la belleza puede ser salvadora frente a la tecnocracia. El mundo perfecto que nos está preparando la tecnología podrá ser más cómodo y eficiente, pero desde luego no será más bello; es más, es probable que lo sea menos, porque le faltará ese elemento constitutivo de la belleza natural que es la irregularidad, la unicidad, la singularidad irrepetible. 

Como nos enseña la naturaleza, la verdadera belleza solo existe donde hay imperfección y desorden, obviamente en concordancia con la ley opuesta de la perfección y el orden. Como para cualquier otro fenómeno, también para la belleza se aplica la fórmula: Caos + Logos. Sin caos nada es verdadero ni bello, al igual que sin logos. 

La verdadera belleza siempre es «hecha a mano», y el trabajo manual requiere tiempo y deja espacio para que irrumpa el caos. La máquina, con su velocidad, puede imitar la belleza, pero con sus múltiples reproducciones, todas perfectas, acaba serializándola y, por lo tanto, consumiéndola, agotándola. 

Marco Aurelio anotaba hace muchos siglos: «Mientras se cuece el pan, algunas partes se agrietan y estas vetas que se producen, y que en cierto sentido contrastan con el resultado que se persigue en la panificación, tienen su propia elegancia y una forma particular de estimular el apetito. Y aún más: los higos maduros se presentan abiertos. Y en las aceitunas que, tras la maduración, aún permanecen en la planta, es precisamente ese estar a punto de pudrirse lo que añade al fruto una belleza particular». 

Y es que la forma de la verdadera belleza nunca es solo el resultado de la lógica sino que vive del entrelazamiento del logos y el caos. Que es precisamente la ley de la vida. 

No sé si la belleza salvará al mundo. Pero estoy seguro de que puede salvar ese pequeño pedazo de mundo que es cada uno de nosotros

Al alimentarse de belleza, nuestro yo se libera poco a poco de sus limitaciones y de su voluntad de apropiación, así como de sus miedos y ansiedades. Por eso Platón hace decir a la misteriosa extranjera de Mantinea: «Este es el momento de la vida que más merece ser vivido por un ser humano: cuando contempla la belleza en sí misma». 

Algunas veces acompaño aquello de Jesús de "si no volvéis a ser como niños..." con un "no se os revelará la belleza de las cosas, los momentos..., de la vida cotidiana con su magia y su sorpresa.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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