domingo, 24 de agosto de 2025

Sois uno en Cristo Jesús - Gálatas 3,28 -.

Sois uno en Cristo Jesús - Gálatas 3,28 -

El fenómeno de los extranjeros, los migrantes, aquellos que por diversas razones, ambientales, militares, políticas o sociales, abandonan su patria en busca de seguridad y ayuda, no es nada nuevo. Siempre ha existido desde la antigüedad, cuando se producían migraciones de pueblos enteros que, nómadas o seminómadas, buscaban un lugar donde establecerse. 

Así ocurrió con Israel cuando, tras cuarenta años en el desierto, salió de Egipto y ocupó la tierra de Canaán, y luego, a su vez, tuvo que sufrir incursiones hasta la época de la diáspora y el exilio. 

Sabemos bien quién es el extranjero: es el diferente por antonomasia, el que no tiene nuestra cultura, nuestras tradiciones y nuestra religión. Un ‘enemigo’ que quiere ocupar un espacio que no le corresponde. 

Pero ¿qué dice la Escritura al respecto? 

A través de las densas páginas de la Biblia se vislumbra un hilo conductor que es el entendimiento que el Primer y el Nuevo Testamento atribuyen a aquel que es «otro», «diferente», «extranjero», y se basa en la experiencia fundamental que Dios hizo con Israel, el éxodo. 

Al extranjero «lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto». 

Precisamente el éxodo se convierte en el magisterio de la liberación y la acogida: «Cuando un extranjero resida entre vosotros, no le haréis daño. Al extranjero lo tratarás como a uno de vosotros; lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto» (Lv 19, 33-34), que se puede resumir así: «Recuerda que vives por gracia. Haz tú también lo mismo». 

La lengua hebrea utiliza el término «gher», extranjero, precisamente para designar al débil, al que no tiene propiedades, al que el Deuteronomio equipara a la viuda, al huérfano y al esclavo, a quienes hay que cuidar especialmente. Son los pobres, aquellos a quienes no hay que abandonar, sino a quienes se les da el derecho de recoger, espigar y recoger los últimos racimos después de la siega y la vendimia, y además de beneficiarse de los diezmos recogidos cada tres años (Dt 14,22-27). 

Una solidaridad que nace de la fe de que la tierra no es una propiedad privada que alguien se ha apropiado de alguna manera, sino que, dice el Señor, «La tierra es mía, y vosotros sois extranjeros y peregrinos» (Lv 25,23). 

Todos somos extranjeros en la tierra de Dios, y todos somos a la vez huéspedes y peregrinos. Cuidado con no convertir al hospes («huésped») en hostis («enemigo»). Y esto ocurre cuando la tierra no se considera un don de Dios y un lugar de libertad y fraternidad, sino un territorio de conquista, de búsqueda individualista del bienestar que hace decir «Todo esto lo ha hecho mi brazo, la fuerza de mi mano», y así, de manera similar, cuando la «elección» de un pueblo se convierte en exclusivismo de cierre dentro de la «raza divina». 

El Salmo 146 nos recuerda que «El Señor libera a los cautivos, devuelve la vista a los ciegos. El Señor protege al extranjero, sostiene al huérfano y a la viuda, pero trastorna los caminos de los impíos». 

Por lo tanto, si el Nuevo Testamento pide amor incluso para el enemigo, esto tiene sus raíces en la ética antigua que exigía el amor al extranjero. 

Con la encarnación, este proceso se radicaliza y, en Jesús, todos los que son «otros» por raza, lengua, sexo o religión son considerados a partir de la irrupción del Reino en la historia, hasta tal punto que el Apóstol San Pablo, que se mueve en tierras diferentes, en una cultura diferente, la griega, derriba todas las barreras afirmando: «Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). 

Esto no significa fagocitar al otro eliminando las diferencias para asimilarlo a la propia cultura, porque es precisamente en la diferencia donde Jesús se encarna, haciendo de la diversidad una ocasión de diálogo y comunión. 

La diferencia no se elimina, sino que se relativiza y, diría, se sublima. 

Hay algo que está en la base de las diferencias. Y es que todos somos hijos del mismo Padre, todos somos herederos de su santidad, y a todos se nos ha dado por igual el don de la vocación a ser uno en Cristo Jesús. 

Me gusta recordar cómo la Iglesia primitiva define a los cristianos. En los Hechos se les llama «los de la vía», en la Carta a los Hebreos «huéspedes y peregrinos en la tierra», en la Primera Carta de Pedro «extranjeros y exiliados», donde el aspecto unificador es la provisionalidad, el límite que los aleja del ansia de posesión porque «no tenemos aquí una ciudad estable». 

La conciencia de vivir de manera provisional en la tierra, esperando la patria celestial, no exime de responsabilidades ni resta valor a la tierra en favor de la patria celestial, sino que, al contrario, nuestra tierra queda iluminada y la luz le da una orientación: venimos de Dios y caminamos siempre migrantes hacia Dios. 

Este es nuestro acto constitucional que nos libera de todo tipo de idolatría personal y socio-institucional y nos preserva de esa enfermedad que, como un virus que no se puede erradicar por completo, se llama etnocentrismo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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