Descubrir a un Dios de grandes brazos y corazón de luz - Lucas 2, 16-21 -
Ocho días después de Navidad, la misma historia de aquella noche: la Navidad no es fácil de entender, es una conquista lenta.
Nos desorienta: por el nacimiento, ese nacimiento, que se convirtió en la noche en un murmullo de voces que contaban una historia increíble.
Hay que frotarse los ojos. Ha venido el Mesías y está envuelto en pañales, en la áspera paja de un pesebre. Quien lo busca en los palacios sagrados no lo encuentra.
«Todos los que oían se maravillaban de las cosas que decían los pastores». Redescubrir el asombro de la fe. Dejarnos encantar al menos por una palabra del Señor, sorprendernos aún por el pesebre y la Cruz, por este misterio de un Dios que sabe de estrellas y de leche, de infinito y de hogar.
Olvidemos toda la liturgia sin alma que preside estos días: regalos, petardos, felicitaciones, mensajes clonados y mil y una veces reenviados, luces,…, para conservar lo que realmente vale: la capacidad de sorprendernos por la esperanza indomable de Dios en el hombre y en nuestra historia bárbara y magnífica, por su volver a empezar desde los últimos de la fila.
Y aprendamos de María, que «guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón», de Ella, que guarda como en un cofre emociones y preguntas, ángeles y establos, un niño caído de una estrella en sus brazos y que busca el infinito perdido y lo encuentra en su pecho; de Ella, que medita en su corazón hechos y palabras, hasta que se desenreda el hilo de oro que lo unirá todo, de Ella aprendemos a tomarnos tiempo para cuidar nuestros sueños.
«Con el corazón», con la forma más elevada de inteligencia, la que une el pensamiento y el amor.
Y también aprendemos la Navidad de los pastores, que no pueden contener la alegría y el asombro, como no se puede contener la respiración, sino que regresan cantando y contagian con sus sonrisas a quienes se encuentran, diciendo a todos: ¡Ha nacido el Amor!
En este día de felicitaciones, las primeras palabras que nos dirige la Biblia son: El Señor habló a Moisés, a Aarón y a sus hijos, y les dijo: Bendecid a vuestros hermanos.
En primer lugar, lo merezcan o no, bendecidlos. Dios nos pide que aprendamos a bendecir: a los hombres y las historias, el azul del cielo y el paso de los años, el corazón del hombre y el rostro de Dios. Si no aprende a bendecir, el hombre nunca podrá ser feliz.
Bendecir es invocar del cielo una fuerza que haga crecer la vida, y volver a empezar y resucitar; significa buscar, encontrar, proclamar el bien que hay en cada hermano.
Y continúa la bendición: Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti. Descubre que Dios es luminoso, encuentra en el año que viene a un Dios solar, rico no en tronos, leyes o declaraciones, sino cuyo tabernáculo más verdadero es un rostro luminoso. Descubre a un Dios de grandes brazos y corazón de luz.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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