El bautismo, sumergirse en un océano de amor - Mateo 3, 13-17 -
Para mí fue inolvidable esa parábola que describía el significado del verbo bautizar: sumergir, sumergirse. Yo sumergido en Dios y Dios sumergido en mí; yo en su vida, Él en mi vida.
Estamos impregnados de Dios, dentro de Dios como dentro del aire que respiramos, dentro de la luz que besa los ojos; sumergidos en una fuente que nunca se agotará, envueltos por una fuerza de génesis que es Dios.
Y esto no solo ocurrió en el rito de aquel lejano día, con unas pocas gotas de agua, sino que ocurre cada día en nuestro bautismo existencial, perenne, infinito: estamos sumergidos en un océano de amor y no nos damos cuenta.
La escena del bautismo de Jesús en el Jordán tiene como centro lo que ocurre inmediatamente después: el cielo se abre, se agrieta, se rasga bajo la urgencia de Dios y la impaciencia de Adán. Ese cielo que no está vacío ni mudo.
De él salen palabras supremas, de las más elevadas que jamás podrás escuchar sobre ti: tú eres mi hijo, el amado, en ti he puesto mi complacencia. Palabras que arden y queman: hijo, amor, alegría. Que explican todo el Evangelio.
Hijo, quizás la palabra más poderosa del vocabulario humano, que hace milagros en el corazón.
Amado, sin mérito, sin peros. Y leerme en la ternura de sus ojos, en el exceso de sus palabras.
Alegría, y puedes intuir el júbilo de los cielos, un Dios experto en fiestas para cada hijo que vive, que busca, que parte, que regresa.
En la primera lectura, Isaías ofrece una de las páginas más consoladoras de toda la Biblia: no gritará, no quebrará la caña quebrada, no apagará la mecha de la llama apagada.
No gritará, porque si la voz de Dios suena áspera, imponente o estridente, no es su voz. A la verdad le basta un susurro.
No quebrará: no terminará de romper lo que está a punto de romperse; su manía es cuidar, vendando cada herida con vendas de luz.
No apagará la mecha humeante, le basta un poco de humo, la rodea de atenciones, la trabaja, hasta que vuelve a hacer brotar la llama. La vida es llama y Dios no la castiga cuando está apagada, sino que la custodia y la protege entre sus manos de artista de la luz y del fuego.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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