El pecado es elegir la muerte - Juan 1, 29-34 -
«Viene uno que era antes que yo». Veo, con los ojos de Juan, la llegada incansable de Dios.
Viene hacia mí, eternamente caminando a lo largo del
río de los días, cargando con toda la lejanía; viene en los ojos de los
hermanos, en los asesinados como corderos, viene a lo largo de esa línea
fronteriza entre el bien y el mal, entre la muerte y la vida, donde aún se
juega tu destino y, en ti, el destino del mundo.
«He aquí el cordero de Dios, el que quita el
pecado del mundo». No los pecados, sino el pecado; no quita los
comportamientos enfermos individuales, sino que cura —si lo acoges— la raíz del
corazón donde todo tiene su origen.
El pecado del mundo es una palabra enorme, en la que
resuenan los pasos de la muerte. El pecado es elegir la muerte: «Te he puesto delante la vida y la muerte:
elige. ¡Pero elige la vida!» (Deuteronomio 30,19).
Este es el mandamiento original, fundamental, fuente
de todos los mandamientos. La Ley de Dios es que el hombre elija. Dios es un
imperativo de libertad.
La Ley de Dios es que el hombre viva. Dios es un
imperativo de vida. Elegir la vida es el mandamiento que resume en sí mismo
todos los demás, el eje primordial alrededor del cual giran los imperativos
divinos.
Jesús vino como dador de vida, como incremento de lo
humano: bueno es lo que constituye al hombre en humanidad, malo lo que lo
destruye en humanidad.
«He aquí el cordero de Dios» equivale
a decir: «He aquí al que toma sobre sí la muerte de todos con su propia muerte.
He aquí la muerte de Dios para que no haya más muerte».
Un abismo del que surge la diferencia cristiana: en
todas las religiones los dioses piden sacrificios, Jesús se sacrifica a sí
mismo; en todas las creencias los dioses exigen ofrendas, en el Evangelio Jesús
ofrece su propia vida.
En el Evangelio, el pecado está presente y, sin
embargo, está ausente; Jesús solo habla de él para decirnos: está perdonado,
está eliminado o, al menos, es perdonable, siempre.
Como Él, el cristiano no anuncia condenas, sino que da
testimonio del rostro de Dios capaz de olvidarse de sí mismo por una oveja
perdida, un niño, una adúltera, capaz de amar hasta morir, hasta resucitar.
El pecado es no conocer a este Dios, es la sombra sobre
su rostro. Jesús vino a quitar el velo que ocultaba y oscurecía el rostro de
Dios.
¡Un Dios cordero! No el todopoderoso, sino el último
nacido del rebaño; no el juez supremo, sino el pequeño animal de los
sacrificios. Pecar significa no aceptar esta ternura y humildad de Dios.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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