He visto - Juan 1, 29-34 -
Juan, al ver a Jesús venir hacia él.
Es la primera acción que Jesús realiza en el Evangelio
de Juan.
Jesús camina, es el caminante decidido a compartir con
cada hombre un tramo del camino.
Y viene al encuentro, viene hacia Juan el Bautista,
viene hacia mí.
Como hemos celebrado en este breve tiempo de Navidad
que acaba de pasar, para recordarnos que Dios se ha acercado, nos alcanza, nos
persigue.
Buscamos a quien nos busca. Pero no nos damos cuenta.
Por eso necesitamos Bautistas que nos lo señalen. Por
eso la Iglesia es (debería volver a ser) la comunidad de Bautistas que señala a
los demás al Señor que pasa.
Juan el Bautista ve a Jesús que viene hacia él y reconoce
en Él no solo al penitente que se mezcla con la multitud, al solidario que
comparte la condición de fragilidad y pena de todo ser humano.
Ve en él al cordero que lleva sobre sí el peso del
pecado.
Ecce agnus
He aquí el cordero que quita el pecado del mundo.
La voz, ahora, está al servicio de la Palabra.
Jesús es el cordero.
No un león, no un dragón, no una víbora.
Un cordero manso y sin pretensiones. Y todas las ideas
de Dios que lo muestran como un horrible monstruo son visiones demoníacas que
hay que borrar y olvidar.
Un cordero como los muchos sacrificados durante los
holocaustos en el templo. Como los muchos corderos que aún hoy se sacrifican en
los nuevos templos del interés, del odio, de la opresión. Millones de víctimas
inocentes. Solidario para siempre, Jesús se pone del lado de los que están
solos.
Y quita, borra, elimina el pecado del mundo.
El sacrificio, en las religiones, consiste en inmolar
algo a Dios.
Aquí, en cambio, es Dios quien se inmola por nosotros.
No pide sacrificios (algo que seguimos exigiendo a
quienes amamos), sino que santifica (de sacrum facere) cada gesto.
El hombre no puede evitar el mal, la parte oscura y
mezquina de sí mismo, lo complace, se deja fascinar por él, queda atrapado en
él.
El cordero lleva el pecado, lo quita, lo borra, lo
redime.
No los pecados, los pequeños o grandes que
podemos cometer y que inevitablemente cometemos. Sino el pecado. Esa
distancia que nos alejaba inexorablemente de Dios. El pecado ya no
existe. Nada puede separarnos más de Dios. Porque esa distancia se ha salvado.
Cualquier cosa que suceda en este año que acaba de
comenzar, Dios la utilizará para salvarme.
Ignorancia
Yo no lo conocía, repite dos veces un absorto y asombrado Juan Bautista.
Ha pasado su vida preparando el camino para el Mesías,
el justiciero, el vengador y restaurador.
Pero ahora su idea de Dios se ha trastocado. Admite
que no sabe. Que no ha comprendido.
Creía saber, creía creer, creía conocer. Toda su vida
se había consumido en torno a esa espera, a esa preparación, a ese encuentro.
Toda su credibilidad, que atraía a multitudes desde la lejana Jerusalén, que
sabía hacer frente a los espías enviados por el Sanedrín para ponerlo en
aprietos, se basaba en esa coherencia radical, casi desagradable, brutal.
El último de los profetas, el más grande, el más
épico, el más inalcanzable, ahora está desconcertado. Porque solo los grandes
hombres aceptan que se les cuestione incluso cuando creen saber. Y tal vez
realmente lo saben.
Sin embargo, admite que no le importa parecer tonto y
expresar un error o una debilidad.
Yo no lo conocía.
Admite que existe un antes, un adelante,
que el Nazareno conoce y él aún no.
Así es nuestra vida de búsqueda. Así comienza este
tiempo donado por Dios.
Sin saber. Aunque ya sepamos. Sin sentarnos sobre las
certezas adquiridas, sobre las cosas donadas y aprendidas, sin querer parecer
llegados o sabios. La vida de fe es un ya y todavía no. Una búsqueda del
tesoro que comenzó aquí y se trasladó al Eterno.
Dios sabe sorprendernos, si se lo permitimos.
He visto
He visto.
El conocimiento de Dios siempre nace de una
experiencia. El ver no es solo una mirada distraída, estética,
curiosa, superficial. Es la actitud de quien se enfrenta a la vida con mil
preguntas, pero no por el placer de escuchar el sonido de su propia voz, sino
con la conciencia de que o somos buscadores o no somos nada.
He visto,
dice Juan.
Hemos visto a un Dios que se hace niño, que da un
vuelco a nuestras perspectivas, que llena nuestros establos, que se dirige a
los derrotados de la historia. Hemos visto, si no nos hemos dejado abrumar por
el inútil buenismo que emociona y no convierte, si no nos hemos dejado
envenenar por la desesperación de quienes han vivido estos días solos.
Esto es el cristianismo: el asombro de un Dios que
toma la iniciativa, que anula las distancias, sin poner condiciones, sin pedir
nada a cambio.
He sido testigo
He visto y he sido testigo.
En el Evangelio de Juan, cuyo autor, conviene
recordar, era uno de los dos discípulos del Bautista que siguió al Maestro, el
profeta no es un precursor, sino un testigo.
Solo podemos dar testimonio si experimentamos, no por
lo que hemos oído decir. Solo podemos dar testimonio si admitimos que no
sabemos y nos ponemos a escuchar, si admitimos que no sabemos lo suficiente.
Juan da testimonio de que ha descubierto en Jesús al Hijo de Dios.
No al Mesías vengador, no a un gran hombre, no a un
profeta o a un gurú, no a un autor espiritual. Al Hijo de Dios, sea lo
que sea lo que esta afirmación signifique.
La comunidad cristiana naciente que narra este
episodio, mientras Juan escribe, aún no ha analizado a fondo las consecuencias
de esta afirmación. De la alta montaña solo se vislumbra aún la alta cima
nevada.
Aún tiene que subir. Pero la dirección es esa. Y
Jesús, el Hijo de Dios, es aquel que se anuncia solamente lejos de ceder a la
lógica del mundo, lejos de quienes piensan que pueden hacer agradable el
cristianismo diluyéndolo.
Los inquietos con pasión y buscadores por gracia dan testimonio
de ello.
Y son los que han visto y han dado testimonio en su
vida intensa, compleja, contradictoria, densa, misteriosa, de que Jesús es el
Hijo de Dios. Y siguen vivos para comprender la profundidad de lo que han visto
y que aún tienen que comprender.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario