La cancelación del otro
He leído que hay lugares en Israel a los que acuden israelíes que quieren observar desde las alturas los efectos de los bombardeos: la guerra en directo. Para ver los escombros se alquilan prismáticos. Al parecer, hasta puede ser que haya agencias de viajes que organicen este tipo de actividades de lúdico ocio de distracción y entretenimiento.
De ser así, es la otra cara de la compasión… cuando la destrucción se convierte en espectáculo. El horror de un exterminio en curso puede neutralizarse al reducirse a un acontecimiento observable desde lejos: como desde las gradas de un estadio o desde el patio de butacas de un teatro.
Por supuesto, en todo el mundo llegan por televisión imágenes de la destrucción en curso. Y pueden ser muchas las formas en que se perciben esas imágenes de violencia atroz, esas representaciones que dan testimonio de episodios cotidianos de un genocidio en curso.
Entre estas formas de percepción, la indiferencia, la habituación, la domesticación del horror. O la inscripción superior y tranquilizadora de lo que ocurre en los diagramas geopolíticos. O la transferencia de las matanzas a la lógica de las guerras, considerando que las guerras siempre han pertenecido a la conflictividad propia del ser en la civilización.
Son todas miradas que se distraen de lo vivo, del cuerpo vivo, de su singularidad concreta, sensible y real. Miradas que se refugian en el orden abstracto de la política, de las relaciones políticas.
Desde lo alto de este supuesto arte de la política no se observan las heridas, sino las pérdidas y las conquistas; no las muertes, sino las relaciones entre territorios; no los sentimientos de los individuos y las multitudes, sino la sacralidad inmutable de las fronteras.
En este orden político que abstrae de los cuerpos vivos, no puede causar horror la representación de un proyecto ya ilustrado en Estados Unidos de América: una vez liberada Gaza de sus habitantes, la costa puede transformarse en un encantador lugar para las vacaciones de los ricos.
A este lado de la orilla, se construirán rascacielos y complejos turísticos, se abrirán grandes avenidas. El plan estadounidense para la Franja de Gaza es un diseño que se agita, a día de hoy, sobre los cuerpos de los niños, las mujeres y los jóvenes que mueren cada día, víctimas de una violencia destructiva implacable y estratégica.
Mientras tanto, ya se ha puesto en marcha, con milicias terrestres, el plan que pretende ocupar toda la Franja —después de que el ochenta por ciento del territorio habitado ya haya sido devastado— y, por lo tanto, ya se está llevando a cabo un gran pogromo.
Una acción que solo suscita una pálida oposición por parte de los políticos de algunos países: tenues condenas verbales sin actos consecuentes, como podrían ser la interrupción inmediata de la venta de armas y el cese de toda relación económica y comercial.
Ciertamente, en todas las guerras —en Ucrania, en Sudán y en otras en curso— se está reduciendo al otro a una cosa pura e inerte. Sobre esta reducción bélica del otro a cosa, son claras y decididas las consideraciones de Simone Weil. Y lo que vale para la guerra también vale para el terrorismo: las horribles masacres perpetradas por Hamás el 7 de octubre de 2023 en el Festival Supernova, cerca del kibutz de Re'im, también partían de esta aniquilación preventiva y ciega del otro.
En Gaza, las formas de esta anulación del otro se han desplegado mostrando otro aspecto de la lógica destructiva: el otro es reducido a una mera cosa porque habita su propia tierra, cultiva un huerto, asiste a la escuela, está en un hospital, reza en un templo, corre, agotado por el hambre, hacia un punto de distribución de alimentos, es refugiado en un campo de refugiados. Ser palestino es ser una cosa.
Y, por eso, morir no es más que la confirmación de un estado. Es la extensión radical de la afirmación, asumida por muchos políticos de la derecha israelí en el gobierno, de que todos los palestinos son terroristas.
El genocidio que se está produciendo en Gaza no solo tiene como objetivo la aniquilación de un pueblo, sino que, de hecho, al enmascarar la crueldad destructiva con referencias a fuentes bíblicas, inflige grandes heridas al judaísmo no sionista, mata lo que era el corazón de la cultura judía de la diáspora, es decir, hacer de la condición de extranjero, de ser extranjero, un principio de conocimiento y de relación con el mundo.
Reconocer al extranjero que hay en uno mismo y descubrir a partir de ahí el ritmo de la fraternidad, considerar el yo como «el milagro del tú», hacer de la hospitalidad, que es «cruce de caminos», un umbral de lectura del mundo… son intuiciones exactamente opuestas a los principios que presiden la agresión israelí.
Los palestinos habitan una tierra que, incluso antes de 1948, incluso antes del inicio de la Nabka, de la catástrofe, fue destinada, por decisión de algunas potencias occidentales, a incursiones y apropiaciones libres. El método, basado en las estrategias coloniales europeas, consistía, y sigue consistiendo, en el asentamiento violento de colonos, que tienen libertad para agredir a los residentes circundantes.
La histórica posición de Golda Meir sigue vigente y compartida: ocupar una tierra asignada por Dios es una acción que no puede juzgarse con criterios de legitimidad. Desde este punto de vista, las masacres y matanzas diarias que llevamos meses viendo ante nuestros ojos deberían escapar a un juicio de orden ético.
No solo se está llevando a cabo la cancelación de lo humano, sino también la reivindicación de que lo que ocurre está por encima de cualquier ley. Incluso por encima del derecho internacional. Se han desplegado los vientos del fanatismo. En nombre de la fe, y con la protección de un Estado religioso, el ejercicio de la violencia reproduce antiguas historias de opresión sanguinaria y arrogante.
Las imágenes que llegan cada día desde Gaza cuentan el horror: hospitales bombardeados, enfermos, médicos y personal sanitario asesinados, la hambruna utilizada como arma de guerra… Hasta ahora han sido asesinados 240 periodistas y reporteros. Estaban allí, en esos lugares infernales, para que nosotros supiéramos y viéramos.
Detrás de cada una de esas imágenes hay cuerpos reales, hay historias, afectos, esperanzas. Esas imágenes no piden ser neutralizadas en el repertorio abstracto de la crónica, o de la historia, o de las decisiones políticas; piden ser vividas por lo que son, es decir, una violentísima aniquilación de vidas humanas.
Antes de la mirada política o del juicio histórico, hay otra mirada, la de la proximidad a los cuerpos individuales asesinados y heridos. Leer los nombres de los niños asesinados en Gaza, como hizo el Cardenal Zuppi (cfr. https://www.youtube.com/watch?v=DOxySflEx-M) hasta es un acto que invita a observar el corazón de lo trágico, es decir, la desaparición de existencias humanas.
La indignación y la compasión, juntas, que se mueven desde esta proximidad son un umbral que puede permitir al juicio político e histórico defenderse de la fría y culpable abstracción.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario