Sonrisas - Lucas 2, 16-21 -
Solo ha pasado una semana desde la noche de Navidad y la Liturgia nos invita a comenzar el año civil en compañía de María, Madre de Dios.
Una liturgia curiosa, a medio camino entre la necesidad de «bautizar» la fiesta pagana del paso del año y el deseo de volver a proclamar el misterio de la encarnación de Dios.
He aquí a Dios.
Inesperado, asombroso, diferente, inquietante, entregado en su desarmante fragilidad.
He aquí a Dios, nos repetimos desde hace una semana, casi sacudiéndonos la sensación de entumecimiento que nos ha dejado la fiesta navideña. Una vez guardados en el armario los harapos del viejo Papá Noel, digeridos los atracones hiperglucémicos, superado (¡espero!) el dolor devastador de quienes viven solos (y mal) cada Navidad, es hora de dejar espacio a la teología: dejemos a un lado las emociones y la tradición y recuperemos la fe.
Por lo tanto,
la Navidad sacude nuestros prejuicios y nuestras convicciones y, si la tomamos en serio, nos incomoda y nos obliga a reflexionar.
Estamos convencidos de que Dios no existe, de que es el gran ausente de nuestra modernidad: ante los grandes dramas de la naturaleza, siempre estamos dispuestos a poner a Dios en el banquillo de los acusados y pasamos por alto las posibles responsabilidades de los hombres (¡la violencia y la guerra son obra nuestra!).
Los trágicos acontecimientos de este año nos devuelven a la verdad y a la responsabilidad del hombre, capaz de crear un infierno en la tierra, aunque sea una tierra bendecida por la presencia de Dios.
La violencia y la incomprensión no son signo de la indiferencia de Dios, sino consecuencia de que lo mantenemos al margen de nuestros juegos, lejos de nuestra lógica de poder y dominio.
La Navidad dice que no es Dios quien está ausente, sino que es el hombre el gran ausente de la Historia. Eterno adolescente, como Adán que se esconde de Dios que lo busca, el hombre huye de la inquietud para no arriesgarse: la luz viene a las tinieblas, pero los suyos no la han acogido.
Estamos convencidos de que Dios existe, pero es inaccesible, incomprensible, lejano. Que es mejor mantenerlo a raya, por si acaso lo necesitamos, y, cuando lo necesitamos, le pedimos, invocamos y suplicamos para obtener una gracia, un favor; Él, que es Todopoderoso, podría (¡debería!) escuchar a sus hijos, a sus devotos.
La Navidad, en cambio, dice que Dios se vuelve frágil, que pide en lugar de dar, que mendiga en lugar de repartir, que, por amor, se despoja de sí mismo, se humilla abandonando su divinidad para que nosotros podamos (un poco) experimentar la divinidad.
Estamos convencidos de que Dios está en las cosas del cielo, en los momentos intensos, en los lugares sagrados, en las largas celebraciones (a menudo aburridas hasta la saciedad), en las semanas de retiro, en las misas dominicales,... Y nos quejamos de no poder, de no tener tiempo, de no conseguirlo, los monjes sí, los beatos sí, los santos sí, pero nosotros...
La Navidad, en cambio, nos habla de la encarnación de Dios, del hecho de que, haciéndose hombre, Dios llena de santidad cada fragmento de la vida, desde el trapo para fregar el suelo, hasta la mano untada de aceite del mecánico, pasando por el esfuerzo repetitivo del obrero en la fábrica. Ya no existen lugares y tiempos sagrados.
Existe un lugar y un tiempo sagrados: mi vida, aquella en la que Dios elige habitar.
Para darnos cuenta de esta transfiguración necesitamos silencio y oración (que siempre sirve y solo si cambia mi mirada sobre la vida), como hace María, la bella.
Juntar las piezas
Lucas dice que María guardaba en su corazón todos estos acontecimientos, juntando las piezas.
Al comenzar este nuevo año (lo siento por los astrólogos, ¡pero será muy similar al que acaba de pasar!), la Liturgia nos dice que imitemos a María, que dediquemos tiempo al «interior», que nos demos cuenta de Dios.
Falta un centro en nuestra vida, estamos abrumados por la vida vivida. Como la ropa sucia amontonada en la palangana, necesitamos un tendedero donde colgar todas las cosas para que se sequen.
Este centro unificador que es la fe nos es precioso, indispensable. ¿Por qué no comprometernos en este año que comienza a partir de Dios, a poner la escucha de la Palabra y la meditación en el centro de nuestro día?
Solo así nos daremos cuenta de que Dios nos sonríe.
Sonrisa
«Hacer brillar el rostro» es un espléndido semitismo que indica la sonrisa de una persona: cuando sonreímos, nuestro rostro se ilumina.
Esto es lo que nos deseamos cordialmente. Pase lo que pase en estos meses: que podamos captar en los acontecimientos de nuestra caótica vida el rostro sonriente de Dios.
Dios sonríe, por supuesto.
Quien ama, incluso en la adversidad, sonríe.
El rostro sonriente de Dios nos lo revela el niño Jesús.
Dios sonríe, no está enfadado, ni es impenetrable, ni distante, ni nervioso, ni mucho menos.
Dios sonríe, siempre.
El problema, si acaso, somos nosotros. En los momentos de fatiga y dolor no miramos a Dios, nos dejamos llevar por la emoción, no reconocemos en Dios ninguna sonrisa.
No esperemos que Dios nos resuelva los problemas, ni que nos allane la vida o que nos la simplifique.
La vida es un misterio y, como tal, debe ser acogida y respetada.
Pero si Dios nos sonríe, siempre, significa que hay un truco que no vemos, una razón que ignoramos, y entonces confiamos.
Pase lo que pase en nuestra vida este año, que Dios nos sonría.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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