Un cordero indefenso, pero más fuerte que cualquier
Herodes - Juan
1, 29-34 -
Juan, al ver a Jesús venir hacia Él, dice: «He
aquí el cordero de Dios». Una imagen inesperada de Dios, una
revolución total: ya no es el Dios que pide sacrificios, sino Aquel que se
sacrifica a sí mismo.
Y así será a lo largo de todo el Evangelio: he aquí un
cordero en lugar de un león; una gallina clueca (Lc 13,31-34) en lugar de un
águila; un niño como modelo del Reino; una pequeña gema de higo, una pizca de
levadura, las dos monedas de una viuda.
El Dios que en Navidad no solo se hizo como nosotros,
sino pequeño entre nosotros.
He aquí el cordero, que aún necesita a su madre y se
confía al pastor; he aquí un Dios que no se impone, que se propone, que no
puede, que no quiere asustar a nadie.
Y, sin embargo, quita el pecado del mundo. El pecado,
en singular, no los mil gestos
equivocados con los que continuamente desgarramos el tejido del mundo,
deshilachamos su belleza. Sino el pecado profundo, la raíz enferma
que lo contamina todo. En una palabra: la falta de amor. Que es indiferencia,
violencia, mentira, cierres, fracturas, vidas apagadas...
Jesús viene como el sanador de la falta de amor. Y lo
hace no con amenazas y castigos, no desde una posición de fuerza con mandatos y
órdenes, sino con lo que el Papa Francisco llamaba «la revolución de la
ternura». Un desafío abierto a la violencia y a su lógica.
El Cordero que quita el pecado: con el verbo en tiempo
presente; no en futuro, como una esperanza; no en pasado, como un
acontecimiento terminado y concluido, sino ahora: he aquí a Aquel que continuamente, incansablemente,
ineludiblemente quita, si solo lo acoges en ti, todas las sombras que envejecen
el corazón y te hacen sufrir a ti y a los demás.
La salvación es dilatación de la vida, el pecado es,
por el contrario, atrofia de la vida, encogimiento de la existencia. Y ya no hay lugar para nadie en el corazón, ni para
los hermanos ni para Dios, ni para los pobres, ni para los sueños de cielos
nuevos y tierra nueva.
Como curación, Jesús contará la parábola del buen
samaritano, concluyéndola con palabras de luz: haz esto y tendrás la vida. ¿Quieres
vivir de verdad, una vida más verdadera y hermosa? Produce amor. Ponlo
en el mundo, hazlo fluir... Y tú también te convertirás en sanador de la vida.
Lo harás siguiendo al Cordero (Ap 14,4). Seguirlo significa amar lo que Él amaba,
desear lo que Él deseaba, rechazar lo que Él rechazaba y tocar a quienes Él
tocaba, y como Él los tocaba, con su delicadeza, su concreción, su amor.
Ser alegres y confiados en la vida, en los hombres y en Dios. Porque el camino
del cordero es el camino de la felicidad.
He aquí que os envío como corderos... os envío a
eliminar, con mansedumbre, el mal: brazos abiertos donados por Dios al mundo,
brazos de un Dios cordero, indefenso y sin embargo más fuerte que cualquier
Herodes.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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