domingo, 7 de septiembre de 2025

Una esperanza de tres rostros y que cambia la historia: arraigada, audaz, resistente.

Una esperanza de tres rostros y que cambia la historia: arraigada, audaz, resistente

Cada día esperamos algo: sol durante las vacaciones o las fiestas, una vida más tranquila, un trabajo digno, el fin de la precariedad que hace que la existencia sea incierta y obstaculiza los proyectos familiares, la paz en Ucrania, en Oriente Medio, en... casi infinitos lugares de los que apenas se hace mención en los medios de comunicación... 

La esperanza no es un lujo para almas poéticas, sino una presencia silenciosa que atraviesa nuestros días. Y, sin embargo, a menudo la reducimos a un adorno, a un pequeño embellecimiento, como si fuera solo la guinda de un pastel… 

La verdad es que la esperanza es mucho más: es lo que nos permite resistir el cansancio, levantarnos después de una caída, imaginar un futuro diferente. No es optimismo ingenuo, ni consuelo pasajero. Es un motor oculto que puede transformar la sociedad. Pero, como todo motor potente, puede ser manipulado, desviado, falsificado. 

Hay esperanzas que no liberan, sino que anestesian. Lo vemos cuando alguien predica la resignación: «Aguanta, el verdadero premio llegará algún día». Durante siglos, incluso con la complicidad de una religiosidad alienada y poco cristiana, este mecanismo ha frenado a generaciones enteras, impidiéndoles luchar por mejores condiciones de vida. 

Tantas veces la esperanza se convierte en un narcótico - opio la llamó una voz autorizada - que resta fuerza al cambio, haciendo que las personas sean dóciles y estén dispuestas a aceptar injusticias, desigualdades y violencia. 

Hoy en día, estas falsas esperanzas adoptan nuevas formas: la ilusión de que el mercado lo resuelve todo, las promesas políticas nunca cumplidas, la confianza ciega en la tecnología como remedio universal. Son esperanzas tóxicas que apagan la voluntad de actuar. 

La esperanza auténtica no surge de la nada y no se alimenta de eslóganes. Tiene sus raíces en la memoria. No se puede tener verdadera esperanza sin hacer cuentas con el pasado. Pensemos en los crímenes que han marcado la historia: guerras, genocidios, dictaduras, masacres. ¿Podemos decir que las víctimas han sido derrotadas para siempre? 

La esperanza se hace realidad cuando asume el peso del dolor y lo transforma en un impulso hacia el futuro. Ocurre cuando las nuevas generaciones recogen las heridas de sus pueblos y las transforman en compromiso cívico. Es lo que vemos en los familiares de las víctimas: no se limitan a recordar, sino que construyen asociaciones y crean caminos de ciudadanía. La memoria se vuelve así «peligrosa», porque obliga a cambiar, a no resignarse, a revertir la lógica de la opresión. 

En tiempos marcados por crisis continuas, guerras sin fin y desigualdades crecientes, hablar de esperanza puede parecer ridículo. Sin embargo, es precisamente ahora cuando muestra su rostro más auténtico: 

Arraigada: no es un «todo irá bien» circunstancial. Es concreta, está hecha de objetivos, estrategias, pequeños pasos. Vive en el esfuerzo de quienes buscan un trabajo digno, de quienes se enfrentan a una enfermedad, de quienes defienden sus derechos. Es realismo que sabe mirar hacia adelante.

 

Audaz: no es paciente ni sumisa. Es impaciente, provocadora, creativa. Es la que impulsa a los jóvenes y a los activistas a imaginar ciudades sostenibles, barrios sin violencia, relaciones internacionales basadas en la cooperación y no en la guerra. Es la risa que sorprende al dolor, el gesto que rompe la lógica del poder.

 

Resistente: se opone al cinismo de quienes querrían convertir Gaza en un parque de atracciones para ricos o de quienes repiten «ocúpate de tus asuntos, porque nada va a cambiar». No cede ante las falsas promesas de quienes solo buscan el consenso. Es la fuerza de los movimientos que defienden la tierra, de los voluntarios que salvan vidas en el mar, de las comunidades que no se doblegan ante el miedo. 

Si la esperanza fuera solo un pensamiento positivo, no tendría el poder de transformar el mundo. La esperanza auténtica, en cambio, está arraigada en la vida, es audaz a la hora de arriesgarse, resistente frente al mal. Es la que nos impide caer en la resignación, la que nos obliga a imaginar un futuro diferente y a empezar a construirlo de inmediato. 

No es un helado de chocolate, no es un dulce de colores: es el pan de cada día. Es lucha, es memoria, es deseo de justicia. Es lo que nos recuerda que la historia no solo pertenece al dolor, sino también a la posibilidad de redención. 

De mis años de estudiante en la Universidad, recuerdo siempre con gratitud aquellas lecciones que me ayudaron a conocer, y a sintonizar, con la Escuela de Fráncfort. Fue aquella Escuela en la que se postulaba la necesidad de la esperanza para que las víctimas inocentes de la historia pudieran aspirar a un mañana, en la que se apelaba a la esperanza para que el porvenir albergara una promesa utópica

Y es que, si prescindimos de la esperanza, el ser humano solo puede aguardar la nada, el vacío, la fatalidad... y el imperio de la injusticia. 

Hoy, en una época dominada por el miedo y el desencanto, la esperanza es quizás la palabra más revolucionaria que tenemos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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