¿De verdad que se ha cerrado el capítulo de Gaza?
Me refiero a la noticia de “Parolin espera que Trump busque una salida para Ucrania tras «cerrar el capítulo de Gaza»”: https://www.swissinfo.ch/spa/parolin-espera-que-trump-busque-una-salida-para-ucrania-tras-%22cerrar-el-cap%c3%adtulo-de-gaza%22/90173591
Algunos parece que dicen que sí. Entre ellos la Eminencia Pietro Parolin. Yo, sin embargo, no soy tan esperanzado. Mucho menos, optimista. La situación en Gaza es ahora un «animal moribundo». Y no hay nada más peligroso que un animal moribundo.
De hecho, creer que la guerra es una solución, que el sufrimiento y la muerte de civiles es un precio aceptable que entra dentro del capítulo de daños colaterales, o que el imperialismo y el colonialismo bajo las formas que sean son el peaje de los nuevos equilibrios geopolíticos, o que la elección divina de un pueblo y de una tierra es un valor inalienable, o que hay una guerra santa en el nombre del Santo,…, son todos rasgos típicos de esta subcultura del siglo XXI: las últimas patadas de un animal moribundo…
Uno trata de orientarse y ubicarse en una realidad en la que es complejo encontrar un sentido al tiempo, a una época e incluso a la propia vida. Una condición que, por lo que sabemos, la humanidad occidental nunca ha vivido.
Los griegos, de hecho, tenían como horizonte de sentido la «naturaleza», que, según Heráclito, es «el fondo inmutable que ningún hombre ni ningún dios creó. Siempre ha sido, es y será». Contemplando la naturaleza, el hombre puede extraer las leyes para gobernarla y construir una ciudad acorde con la naturaleza y una forma de vida acorde con la naturaleza.
La tradición judeocristiana, segunda raíz de Occidente, tiene como horizonte de sentido la «Palabra de Dios», que inscribe el tiempo en un designio de salvación. Y cuando el tiempo se inscribe en un designio, nace la «historia», que prevé el pasado como mal (pecado original), el presente como redención y el futuro como salvación.
La ciencia piensa de la misma manera: el pasado es ignorancia, el presente es investigación, el futuro es progreso. En este sentido, la ciencia es un cristianismo secularizado.
Hasta Karl Marx puede considerarse cristiano, ya que piensa que el pasado es injusticia social, el presente exige hacer estallar las contradicciones del capitalismo y el futuro es justicia en la tierra.
Incluso Sigmund Freud piensa que los traumas, las neurosis y las psicosis tienen su origen en el pasado (la infancia), en el presente la terapia y en el futuro la curación.
Todo es cristiano en Occidente, porque el cristianismo no es solo una religión, sino una cultura, una forma de pensar proyectada hacia el futuro, capaz de aportar remedios a los males del presente.
En el siglo XVII, con el nacimiento del método científico, se inaugura la era moderna, que establece como horizonte de sentido la «razón», que debe emanciparse de las supersticiones, de la religión, de las opiniones difundidas pero infundadas, hasta la invitación de Immanuel Kant, en la época de la Ilustración: «sapere aude»: atrévete a llegar al conocimiento con los instrumentos de la razón.
El lema de la era moderna es «quien piensa bien, hace el bien», pero, como nos recuerda Miguel Benasayag, «el nazismo demostró que también se puede pensar de manera excelente el mal».
Sí, Eminencia, hablo de orientarme y ubicarme en un momento de epílogo de una historia cultural secular, de la que todos somos artífices y víctimas.
Porque un día empezamos creyendo que no había otra realidad que el lenguaje. Luego descubrimos que el lenguaje son infinitas lenguas individuales y nacionales, en continuo devenir, y por lo tanto no se puede encontrar en él ninguna solidez.
Así, el pensamiento que está indisolublemente ligado al lenguaje se ha debilitado, cada vez más. El pensamiento y el lenguaje se han reducido a pronunciar nombres, a emitir sonidos con la voz. Y con estos sonidos, a los que no corresponde ningún significado, o a los que se les pueden atribuir metafóricamente innumerables significados a voluntad, jugamos.
Nuestra civilización ha desestructurado sistemáticamente todas aquellas palabras con las que se intentaba dar sentido, un fin, a las formas de hacer política, de derecho, de economía.
Se llamaban «valores», y no se entendía algo abstracto, ya que se trataba de principios e ideas reguladoras que orientaban efectivamente la actuación de instituciones y organizaciones, no solo de personas individuales. Nuestra civilización ha excavado el vacío bajo ellos, a través de un trabajo crítico despiadado y metódico.
Esta crítica ha cumplido su cometido y ahora parece haberse retirado, no sé hasta qué punto satisfecha consigo misma.
Así que ahora el campo queda en manos de esas palabras ya completamente vacías, meros signos a disposición del poder de turno, que las utiliza como si fueran nobles y antiguas piezas de mobiliario de sus propias habitaciones, o para aniversarios.
La crítica era necesaria; denunciaba un vaciamiento real. Pero se ha transformado en la afirmación dogmática de que el discurso en general no podía tener sustancia, no podía definir ni indicar nada sustancial. Y por eso, de la crítica no se ha pasado a ninguna propuesta, a ningún proyecto.
El show hollywodiense de la firma de un acuerdo o pacto de alto el fuego el 13 de octubre de 2025, y ante unos líderes mundiales rendidos ante el liderazgo de quien seguramente se postula para el siguiente Premio Nobel de la Paz, pone al descubierto el hecho de que continuar con ciertos estribillos sobre la «paz», sin tener en cuenta que las relaciones y los equilibrios ha sido revolucionados de arriba abajo (o viceversa), no tiene sentido.
La realidad de los hechos que impone la ley del más fuerte pone en entredicho, y se ríe a carcajada batiente, o con una sonrisa irónicamente burlona, de los principios del derecho internacional basados en ideas abstractas de «humanidad» y «paz».
La política de esta manera de entender y de hacer la política ha fracasado. Y aún más clamoroso es su fracaso, o su impotencia para pronunciar algo más que nombres, que solo sirven para encubrir y justificar de alguna manera sus propios actos, cuando se aborda el problema de la paz.
La paz se ha reducido a significar el mero hecho de la resolución que el conflicto recibe ocasionalmente en base al derecho del más fuerte que acaba imponiendo su ultimátum de “o esto o el caos”. Uno recuerda aquella frase del general Máximo Décimo Meridio en “Gladiador”: “a mi señal desatad el infierno” (o “a mi señal, ira y fuego”).
Eminencia, Pietro Parolin, si las causas de una enemistad que va ya camino de ser centenaria no se han eliminado en lo más mínimo, sino que, tras tantas matanzas de hambre o de metralla, amenazan con convertirse en absolutamente no abordadas y, por lo tanto, irresueltas, ¿cómo es posible hablar seriamente de un capítulo cerrado?
¿Qué
hacer con el vencido - que en este caso no es un Estado, sino un pueblo -?
¿Reconstruimos Gaza y reubicamos aquí a los supervivientes, quizá junto con los
demás palestinos expulsados poco a poco de Cisjordania? ¿Quizá bajo el
protectorado estadounidense o de algún aliado de Estados Unidos e Israel? ¿O
Gaza se convierte en territorio de Israel? ¿Y los palestinos ciudadanos de
pleno derecho de este Estado, o el modelo que se tiene en mente es una especie
de neoapartheid? ¿O se va a reconocer un derecho de autodeterminación al pueblo
palestino? ¿O se favorece por todos los medios, con «incentivos» de todo tipo,
el éxodo masivo de los palestinos y se «libera» Gaza de su ‘molesta’ presencia?
¿Hacia qué otros países? ¿Son todo hipótesis? ¿Se tiene
una vaga idea?
Pero, en todo caso, Eminencia Pietro Parolin, ¿honestamente se puede decir que se ha cerrado el capítulo de Gaza?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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