El Credo de Nicea permanece después de diecisiete siglos
Ha sido un aniversario de lo más normal. Muchas intervenciones, opiniones diversas, celebraciones moderadas. Para la Iglesia —y también para los teólogos— no ha habido una gran diferencia conmemorativa con otros Concilios menos o poco conocidos: aunque en el año 325 d. C. reunirse para «caminar juntos» entre comunidades diferentes era una práctica habitual.
El Concilio de Nicea fue el primero realmente
normativo. Retomo la palabra, como de costumbre sin competencias específicas
—pero no hace falta ser académico de la teología para expresar una opinión como
bautizado (rey, sacerdote y profeta)— para volver sobre un acontecimiento que parece
una ocasión perdida para comprender mejor la fe de nuestra Iglesia.
Sobre todo en una época en la que se siente todo el
peso del envejecimiento, que también se nota en esa misa dominical que repite
el Credo de Nicea, monótono porque se considera exhaustivo incluso después del
paso de los siglos. Diecisiete para ser más exactos.
Alguien habló del texto del Credo como de un texto en
el que se habla de fe sin mencionar siquiera el amor.
Ahora ya estamos en otoño de 2025 y parece que ya no
hay mucho que decir sobre el Concilio de Nicea; incluso el Sínodo de la
Sinodalidad queda un poco eclipsado por el Jubileo de la Esperanza.
Sin embargo, no faltan los problemas y la Iglesia se
ve envuelta en cuestiones que no pueden descargarse en un juicio moral anodino
o en la laicidad política. Todos estamos involucrados en las guerras que han
vuelto a penetrar directamente en la sociedad europea, mientras que las armas
reclaman el prestigio de la seguridad y chantajean una vida digna a los
ciudadanos.
Con el regreso de las guerras, las religiones han vuelto
a ocupar un primer plano - inquietante la coincidencia causal -.
Los católicos creen que pueden mantenerse al margen
porque el Concilio Vaticano II ha recompuesto aquella lacerante persecución
contra los judíos, pero el antisemitismo siempre vuelve a ser motivo de
preocupación porque nos damos cuenta de que, aunque pasan los tiempos, las
diferencias que se han producido nunca quedan claras y vuelven los prejuicios
peligrosos porque se unen el judaísmo, en cuyo seno se encuentra el rigor de la
ortodoxia, el sionismo y el nacionalismo de los gobiernos, hoy en manos de la
derecha, incluso extremista, para mantener el poder mayoritario de Benjamin Netanyahu.
Ahora, además, también está involucrado el Islam.
Como cristianos que se proponen la práctica del
ecumenismo nos damos cuenta de que la inter-confesionalidad debería servir de
puente para el diálogo entre las religiones.
En esencia, debemos replantearnos nuestra buena
voluntad como fieles cristianos, acostumbrados a relacionarnos más o menos con
las otras variantes cristianas de nuestro tiempo, sin dar por sentada la
historia de su irreversible distancia entre sí.
La laicidad es aún tan inmadura que mantiene la reciprocidad
de las relaciones entre Iglesias que ya no se denominan «separadas», pero que
aún temen aceptar, si se les invita, el acceso a la comunión en una cena
sagrada en casa de otros, lo que demuestra la persistencia en mantener las
distancias con «los demás» dentro de los límites de la buena educación,
ignorando la necesidad ya madura de extender el derecho a la igualdad en la fe
común que la historia ha declinado en formas diferentes ahora definitivas.
Porque podemos culpar a la secularización y al
secularismo pero son las «religiones» las que corren el riesgo o de volver a determinadas
formas sacrales o de proyectarse en un futuro por inventar, ya que será inédito.
El pasado reciente no ha tenido el valor de afrontar
los nuevos problemas —tecnologías, crisis climática, inmigración, prevención de
conflictos— y el presente se ha precipitado en la violencia y las guerras.
Las religiones tienen la obligación de sostener la
esperanza entre los seres humanos. Que, como enseñaba el Papa Francisco, es una
virtud activa y corresponde a las Iglesias no valorar los aspectos consoladores
del culto, ni privilegiar la tradición, sino impedir la resignación y el miedo,
reacciones comunes a todos.
Precisamente la necesidad de salvación a niveles de
mayor conciencia y crítica induce a declinar la verdad cristiana en un contexto
abierto al futuro. No solo está en juego la libertad de los hijos de Dios sino
la libertad civil.
Vuelvo a lo que me intriga. Sí, me intriga aquella constatación
sobre la ausencia de la palabra «amor» en un documento considerado fundacional
que cada Domingo implica la confesión de fe individual en una comunidad
cristiana.
Ni qué decir tiene que la ausencia del «Reino de Dios»,
y que fue la pasión de la vida de Jesús de Nazaret, en ese documento considerado
identitario de la comunidad cristiana es una ausencia no menos intrigante.
Si leemos las crónicas de lo que se está convirtiendo
en la democracia estadounidense, nos damos cuenta de que hemos llegado a la
degeneración de las teologías políticas.
La Iglesia católica tomó cierta prudente distancia de
Medjugorie y a muchos católicos no nos gustó el «santo inmediatamente» tras la muerte del Papa Juan Pablo II, pero
hoy los fanáticos del Maga, incluido el Vicepresidente de los Estados Unidos de
América, están a favor de la «santidad
inmediata» para Charle Kirk, con portacruces móvil y todo, y es aún más
alarmante que el Presidente Donald Trump siga refiriéndose a Dios para lo que
considera su política.
El fanatismo y la instrumentalización siempre han
existido, pero en 2025 no es posible que la gente no tenga los medios para
defenderse. No corresponde a las religiones hacer política, sino mantener en
los fieles el deber de responsabilizarse de las decisiones que es justo llamar
políticas.
Ciertamente hay que tener cuidado de que las
religiones se pierdan en el fundamentalismo. Todos, partiendo de nuestra fe,
sabemos que Dios es grande y misericordioso pero nos salvamos si, por ejemplo,
defendemos la paz evitando la violencia, o damos de comer al hambriento, o
vestimos al desnudo…
También será necesario reconsiderar el significado del
Concilio de Nicea, nacido de una situación que se había caldeado y a la que el
Emperador Constantino quiso poner remedio imponiendo un acto formal de
recomposición de las divergencias entre las comunidades cristianas que, en los
primeros siglos, se tomaban muy en serio la búsqueda de la autenticidad de su
identidad teológica.
De hecho, las diferentes opiniones las hacían
responsables de los disturbios civiles: los arrianos eran obstinados y, cuando
fueron declarados herejes, no se rindieron.
La Tierra Santa había dado muchos quebraderos de
cabeza a la política tolerante de los romanos (a quienes les bastaba con que
los pueblos pagaran impuestos y se adaptaran a la política exterior) con la
primera guerra judía (y la destrucción del Templo) causada por el principio monoteísta
que prohibía honrar al Emperador como a un dios.
Cuando los nuevos cristianos comenzaban a entrar en
conflicto en nombre de Jesucristo —crucificado bajo un Emperador de nombre Tiberio—
y del Dios único, el Emperador Constantino, entre varias guerras en el norte,
convocó a los Obispos de las diferentes tendencias para que se pronunciaran
sobre una verdad definitiva.
Los problemas de los cristianos se referían a la
complejidad de la naturaleza humana y/o divina de Jesucristo y su relación de
«Hijo de Dios» con el Padre. Una controversia teológica resuelta por un Emperador
que supo obligar a los Obispos a alcanzar un acuerdo metodológicamente
anticipador de las resoluciones dogmáticas de las Iglesias ya preparadas para
la (relativa) complementariedad entre el Oriente constantinopolitano y el
Occidente romano.
Somos algunos los que recitamos el «Credo Apostólico», citado por San Cipriano como de uso habitual en los bautismos, y no el niceno. Se trata de una elección individual, generalmente no discutida, probablemente percibida como más atractiva para todos los bautizados, pero en cualquier caso fuera de lo común... que suele ser la rutina habitual del «Credo Niceno».
Mientras tanto, hemos perdido la oportunidad de replantearnos
«tradiciones» que se han convertido en hábitos y se han alejado de la búsqueda
de la verdad de los orígenes de aquellos lugares de Belén, de Nazaret... y de aquella Galilea... Por el momento, tampoco parece que se haya elaborado un nuevo
credo más evangélico.
La verdad, por definición, también (y sobre todo) para
la dogmática, es una búsqueda: nos espera en un punto remoto del futuro. Por el
momento, esperemos otro siglo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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