Golpe de gracia a la democracia
El ejercicio de la democracia exige el largo y tortuoso camino de la búsqueda de la verdad.
Y ésta es una de las tareas más urgentes de nuestro tiempo: distinguir entre quienes hablan en nombre de la verdad y quienes la buscan, entre quienes la convierten en un arma y quienes la honran como una experiencia abierta.
La verdad de los hechos se impugna a menudo en el debate público contra la falacia subjetiva de las interpretaciones. En realidad, en nuestra época, que se quiere totalmente desencantada, la verdad de los hechos está cada vez más subordinada a la verdad de la ideología.
Es un vicio perverso que subyace a todo discurso ideológico: la verdad de los hechos solo es tal si confirma la verdad dogmática de la ideología. Es lo que hace imposible el diálogo, el debate, la divergencia plural de ideas.
La plena posesión de la verdad verdadera permite no tanto contrarrestar las opiniones del adversario político, sino condenar su inmoralidad, su falta de sentido ético, su impostura fundamental. Es un rasgo paradójico de nuestra época.
Por un lado, nuestra época ha renunciado a las grandes narrativas unitarias del mundo, pero, por otro, el carácter absoluto de la verdad tiende constantemente a resurgir bajo la forma de una ideología reducida a la defensa acérrima de sus propios valores e intereses partidistas.
Es un síntoma específico de la inmadurez democrática de un colectivo: el debate público no es un debate entre ideas diferentes, porque su premisa es hacer valer una verdad auténtica contra el adversario acusado de manipular los hechos en nombre de su falsa verdad.
El léxico civil contemporáneo tiende así a constituir nuevos mitos de masas, alineamientos maniqueos, militancias fanáticas, contraposiciones absolutas.
En nombre de la verdad verdadera, políticos, periodistas, influencers, militantes de las causas más diversas acusan a sus antagonistas de manipular culpablemente la verdad de los hechos. Como si esta verdad —la verdad de los hechos— fuera la verdad última, cuando en realidad cada ideología se distingue precisamente por la manipulación (consciente o inconsciente) de esa supuesta verdad de los hechos.
Pero la ideología no es simplemente la mentira de quien manipula los hechos para su propio uso, es una forma de dogmatismo que lee los hechos distorsionándolos precisamente en nombre de la verdad.
Lo que está en juego no es, como debería ser, la búsqueda siempre incierta de la verdad, ya que toda ideología implica la convicción de poseerla en exclusiva. Esta es su dimensión fanática.
En lugar de buscar la verdad, el pensamiento ideológico apunta cada vez a conformar los hechos a su propia verdad. Por eso no tolera lo imprevisto, la anomalía, la excepción, la divergencia, la articulación compleja.
Cuando el impacto con la realidad puede cuestionar, perturbar o desbaratar sus certezas, lo borra o lo niega. Como en todo delirio paranoico, la verdad verdadera de la ideología es siempre dogmática porque no puede aceptar contradicciones.
Por esta razón, el triunfo de la ideología coincide con la muerte de la democracia: no es posible ninguna contradicción, ninguna lectura divergente, ninguna voz disonante. La pluralidad de puntos de vista se desmantela en nombre de una verdad que pretende ser absoluta.
Es el carácter intolerante y violento de toda ideología: se invita al adversario político a callar en nombre de una verdad que se impone sin discusión. Pero ¿qué verdad —si no es una verdad dogmática— puede exigir el silencio a su interlocutor crítico?
La ideología es el triunfo del prejuicio: el juicio anticipa y condiciona la escucha. No en vano, en el ámbito ideológico, cuenta más quién habla que lo que dice. Por esta razón, el estudio y la lectura son sustituidos por el insulto y la prevaricación sumaria.
En los países totalitarios, la custodia de la verdad verdadera está garantizada por el ejercicio sistemático de la censura, que decide que solo esa verdad puede declararse libremente sin, por supuesto, ninguna contradicción.
Por eso es muy raro escuchar a un político hacer autocrítica, modificar su visión de las cosas, dar un paso atrás con respecto a una de sus convicciones, reconocer una derrota o un error de valoración.
De lo contrario, la minúscula verdad de la que está hecha toda democracia impondría el duelo de la verdad auténtica que toda ideología pretende poseer. Sigmund Freud afirmaba que toda interpretación es siempre incompleta, ya que «la verdad nunca coincide con la totalidad».
Ni siquiera en nuestra vida psíquica más íntima: somos un conjunto de contradicciones, un parlamento conflictivo donde se enfrentan instancias alternativas y disidentes. La verdad de los hechos, si no se lee a través del filtro de la ideología, solo puede ser parcial.
La ideología, por el contrario, se aferra a esa verdad —la verdad de los hechos— para respaldar su pleno dominio de la verdad. Es lo que en política también se denomina propaganda. En nombre de la verdad se puede producir sistemáticamente la mentira.
Aquí estamos ante la raíz última de toda forma de fanatismo que no se limita a someter la verdad de los hechos a la ideología, sino que la invoca constantemente para afirmar sin lugar a dudas su propia verdad absoluta.
Este es el carácter tranquilizador y protector de toda ideología: el mundo ya está todo explicado; los buenos por un lado y los malos por otro.
La democracia, por el contrario, vive constantemente en el conflicto de interpretaciones, en el reconocimiento de la pluralidad que excluye por principio el monopolio de la verdad. Mientras que los malos maestros invitan al silencio a sus adversarios en nombre de la Verdad con mayúscula, el ejercicio de la democracia exige el largo y tortuoso camino de la búsqueda de la verdad.
Significa recuperar la dimensión contradictoria de la experiencia frente a la abstracción de los dogmas. Significa reconocer que la verdad no es algo que se posee, sino algo que sucede —y que cada vez nos sorprende— desplazando nuestras certezas.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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