Evangelizar es colaborar a hacer presente en el mundo el Reino de Dios
Es la autenticidad de la vida lo que convierte en testigos a los hombres y mujeres que siguen los caminos del Evangelio.
Pero ¿quiénes son hoy los testigos del Evangelio? ¿A
quién debemos mirar para inspirar nuestra conversión misionera?
Ser testigos nos remite no solamente a ser creyentes sino a ser creíbles porque es el testimonio el que es capaz de penetrar en la realidad no con palabras, sino con la vida.
Un testigo, de hecho, es ante todo aquel que, al descubrirse amado, narra lo que ha visto, tocado y oído, con la autenticidad de la vida, en lo cotidiano de la existencia.
También hoy necesitamos vidas que hablen con sus propias
historias; vidas auténticas perfumadas de profecía y verdad; vidas que sepan recuperar
el sueño de Dios sobre la creación; vidas que, en lo esencial de lo cotidiano,
se encuentren cantando el amor con el que Jesús nos ha levantado de la soledad,
de la indiferenciad, de la impotencia…
Más que con palabras, la misión nos enseña que el
Evangelio se comunica a través de gestos concretos de espiritualidad encarnada.
¿Qué nos dirían hoy los discípulos de Jesús?
Por las calles del mundo hay muchos discípulos de Jesús
que cuentan con su vida la belleza de su presencia, que caminan, desapercibidos
sin notoriedad, en los vericuetos de la vida.
Son aquellos que, con corazón virginal, han hecho de su
vida un don para los hermanos: al no cultivar la lógica de la posesión como
regla tranquilizadora de la vida, adoptan ese «breviario» de sobriedad y
confianza que no prevé garantías como alforjas o bastones, dinero o sandalias,
sino solo el camino de los hombres donde vivir la experiencia generativa de un
amor que se dona, la de Jesús.
Son aquellos discípulos de Jesús que aprenden a salir de
los campamentos, de las zonas de confort que nos hemos construido, de las
tiendas tejidas con prejuicios que separan a los hombres y las culturas.
Son aquellos inconformes y atrevidos que se ponen en camino por senderos imprevistos, rechazando acomodaciones cómodas y aceptando la precariedad, con tal de encender una luz que dé esperanza. Con su propia existencia narran esa pasión por el hombre que habita en el corazón de Jesús que, en las trincheras de esta historia, con ternura desea abrir brechas de paz, suscitar destellos de justicia y perfumar con fraternidad la vida de todos.
¿Cuáles serán hoy las nuevas fronteras del Evangelio del Reino? ¿Cuáles serán hoy los retos de la misión del Año de Gracia?
No se trata de fronteras lejanas. Están bajo nuestra casa, en esos espacios de vida en los que la indiferencia ha relegado la existencia de quienes lo han perdido todo; atraviesan las periferias de las ciudades y están habitadas por hermanos y hermanas que, en la resignación, han construido su futuro.
Las encontramos en los lugares de la movida, donde el sinsentido de la juerga y la transgresión parecen devolver alegrías efímeras para intentar llenar los vacíos de la vida; las encontramos allí donde la injusticia y la violencia marcan la vida de muchos, de todos aquellos que aún no son escuchados.
Estas fronteras están en todas partes y evocan la urgencia de un anuncio que sea acompañamiento y liberación de toda forma de esclavitud, testimonio que hable el lenguaje de la compasión y la misericordia.
En su etimología, ad gentes nos recuerda a esa humanidad, cercana y lejana, que no ha conocido ni encontrado al Jesús del Reino, al Evangelio de la Gracia, y espera ser alcanzada por el anuncio de la Buena Noticia.
Libres de toda forma de romanticismo misionero, estamos llamados a asumir la responsabilidad de acoger la urgencia de encarnar y de vivir el Evangelio dondequiera que el Señor nos llame, para que la vida encuentre, en Jesús Resucitado, savia y esperanza.
El encuentro y el diálogo de la Buena Nueva del Reino con otras culturas y religiones, incluso en tiempos de guerra, es una esperanza para toda la humanidad. No hay misión sin la capacidad de entrar en diálogo con culturas, lenguas y estilos de vida que a menudo parecen alejados del Evangelio del Reino.
A lo largo de siglos de historia, la Iglesia, con la excepción de los fenómenos de colonialismo religioso, ha aprendido a dialogar y abrirse a contextos profundamente diferentes a ella misma con una sintonía perfumada de respeto y amor por toda realidad humana.
El desafío misionero nos llama hoy a habitar las historias, los deseos, las heridas y los sueños de cada credo humano sabiendo captar cómo, entre la impotencia y la indiferencia, siempre existe la opción de un «encuentro y diálogo» que no fagocita las diferencias, asimilándolas, sino que vive la tensión por la unidad a partir de lo que nos une y conduce a una humanidad constructora de paz.
En la búsqueda del Dios del Reino siempre es posible construir un camino que sepa asumir las diversidades en el tejido de relaciones fraternas y de caminos de humanidad, sin olvidar el estilo con el que el mismo Jesús vivió su tiempo.
En la medida en que el Señor se hace presente entre nosotros, la vida social es un espacio de fraternidad, justicia, paz, dignidad para todos y vida plena para toda la creación. La postura con la que el testigo de Jesús se sitúa frente a la realidad es siempre integral y relacional, y no puede albergar incoherencias.
Reflejar el amor salvífico de Jesús, Luz del mundo (Jn 8,12), es la tarea encomendada a la Iglesia en este tiempo en el que el ser humano necesita especialmente que le alcance una luz que ilumine las zonas oscuras y dolorosas.
También hoy los misioneros están llamados a encarnar la profecía de una vida totalmente dedicada a rescatar el sueño de Dios sobre la creación y a convertirse en colaboradores suyos.
Formar comunidades cristianas es también acompañar los procesos de esperanza, mediante un compromiso participativo, que ya viven muchas realidades autóctonas en la búsqueda de derechos que defiendan la dignidad de cada vida y de toda vida.
Si todo está relacionado, entonces no se trata solo de una lucha de unos pocos y para unos pocos, sino de una vocación de custodia para todos comenzando precisamente por los que más necesitan de esa custodia de humanidad.
Una Iglesia sinodal en salida a los cruces de los caminos, y que frecuenta los márgenes de la historia y las periferias del mundo, es una nueva oportunidad de gracia. Se trata de cambiar el enfoque de la realidad, de cambiar nuestra mirada global, partiendo de la alternativa que encarna Jesús.
La transformación misionera de la Iglesia y de nuestras Iglesias requiere un re-enamoramiento del corazón que debe poder centrarse en «la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Cristo muerto y resucitado» (Evangelii Gaudium 36).
Solo una renovada pertenencia y fidelidad a Él y a su estilo puede conducirnos a esa creatividad que nace de la imaginación del Espíritu Santo, de la gratitud por lo recibido, del discernimiento evangélico y de la audacia arriesgada de ponerse en juego.
La alternativa del Reino trastoca la mente y el corazón. Darse cuenta de lo nuevo que brota y hacer cosas nuevas a partir de una memoria agradecida son el imperativo de esperanza al que debemos mirar para hacer con otros y para caminar juntos.
El Maestro nos enseña la gramática del lenguaje del Reino: una gramática hecha de solicitud compasiva, de cercanía real, de acompañamiento y de cuidado. Necesitamos un encuentro más cercano y un diálogo más sincero, cada vez más abierto e inclusivo, que nos lleve a tomar conciencia de algunos límites intrínsecos a nuestra forma de pensar y vivir, y a aprender perspectivas más holísticas, para construir juntos un mundo más humano.
«Aquí estamos, envíanos».
Para decir que
realmente todos estamos en la misma barca. Que también las guerras alimentadas
por los beneficios de la industria armamentística, la pobreza producida por la
explotación injusta de los recursos y del trabajo de nuestros hermanos y
hermanas, el drama del hambre, que desde hace algunos años ha vuelto a crecer
en demasiadas zonas del mundo, la destrucción de la creación, que en nombre del
beneficio de unos pocos despoja de vida a comunidades enteras, …, son virus
ante los que nadie puede sentirse realmente inmune.
«Aquí estamos, envíanos».
Porque incluso allí
donde todo parecería sugerir una prudente retirada, sabemos que nadie está
excluido del amor de Dios. Y entonces nos corresponde a nosotros mantener la
mirada abierta a los nuevos caminos que el Espíritu sigue abriendo en las
periferias. Queremos narrar la fe testimoniada a costa de la vida en las
fronteras más sufridas, la esperanza sembrada en cada latitud, la caridad que
transfigura lo que a los ojos del mundo parece pequeño e inútil. Queremos salir
de la comodidad tranquilizadora del «siempre se ha hecho así».
«Aquí estamos, envíanos».
Para descubrirnos tejedores de humanidad. En esta hora de la historia en las que experimentamos la nostalgia de las relaciones más humanas. Ahora también nos toca a nosotros hacer que no quede solo en un sentimiento vago, sino que se convierta en los primeros frutos de una nueva humanidad. Nos toca a nosotros ayudar a descubrir que la casa común alberga a toda la humanidad que Dios ha elegido como familia de diferentes culturas y religiones que se reconocen hijos e hijas del único Dios.
«Aquí estamos, envíanos».
En un mundo de la información en el que las noticias parecen tener horizontes cada vez más limitados, en el que lo artificial y digital nos pueden separar de la realidad, queremos ser quienes ayuden a mantener abiertas la mente y el corazón. Para participar también nosotros en esta misión del Evangelio del Reino más allá del miedo al mar tempestuoso.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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